domingo, 4 de noviembre de 2007

Día 4 - Últimos momentos en Ucrania. O no.

Debían de ser poco más de las seis cuando me despertó el ruido de una lluvia terca y furiosa, extrañamente cercana. Me arrebujé bien en el edredón y volví a quedarme profundamente dormido. De las honduras de mis sueños me sacó Agnieszka pasando por encima de mí. Ni me dio tiempo a pensar qué aviesas intenciones tendría. Balbuceé: "¿Qué pasa?". "¡El agua!", dijo. "¿El agua? ¡Hostia puta, el agua!". Me puse en pie de un salto y corrí hacia el baño. En los cinco segundos que tardé en llegar al baño me dio tiempo a ver en planos simultáneos cómo el agua que se derramaba a chorros del tanque del baño había inundado ya toda aquella ala de la casa y se filtraba hacia el piso de abajo, había un palmo de agua jugueteando con la instalación eléctrica, yo entraba en el baño descalzo y me electrocutaba. Al doblar la esquina me sorprendió no ver agua. Al entrar en el baño me sorprendió que el agua no cayera del tanque, sino del grifo que Agnieszka se había dejado abierto a tope la noche anterior porque, al estar cortada el agua cuando llegamos, no sabía hacia qué lado se cerraba.

Me duché y bajé a comprar comida para el desayuno y el viaje. Pero Ucrania, aunque en muchos aspectos se le parezca, no es Polonia, y las tiendas no están abiertas a las ocho de la mañana del domingo. Al subir me encuentro por las escaleras con la hermana Anna, que ha venido a buscar las llaves. Nos pregunta, no sé a santo de qué, si conocemos bien a don Stasiek. Deduzco que ella tampoco, pero no logro adivinar el papel que cada uno de ellos representa en todo esto. En cualquier caso, ella nos cae bien y nos despedimos de forma relativamente efusiva. Lo suficiente como para que casi se me olvide devolverle las llaves.

Abajo nos espera el taxi. Un enorme Audi azul marino que tiene las lunas tintadas y se cae a pedazos. En ningún sitio pone que sea un taxi. Tenemos apuntada la matrícula para reconocerlo, pero no hace falta, el conductor nos espera fumando apoyado en el coche. La tapicería está algo mugrienta, la telilla del techo está un poco desprendida y por el maletero traza surcos brillantes un líquido espeso. Desde el interior el mundo se ve de color violeta. Sorprendentemente, la música no es chunda-chunda y mola bastante. Le pregunto qué es, es un grupo ruso de rock, pero no sabe el nombre. Una pena.

La estación está mucho más cerca de lo que por el precio habíamos deducido. Es un edificio gris, feo, sucio y desolado. Enfrente, al otro lado de una calle amplia por cuyo asfalto picado de viruelas no circulan más que ocasionales trolebuses, hay plantado un apático bloque comunistoide de diez pisos de altura y por lo menos cien metros de longitud, si no doscientos. Es igual de gris que la estación (y, en general, que el día) y casi igual de feo. A pesar de la gente apiñada como insectos indefensos bajo el porche de la estación y de las escasas personas que esperan el trolebús, aquello representa la imagen misma de la soledad y la tristeza. Dejo a Agnieszka comprando provisiones para el viaje en una barraca de hojalata forrada con paquetes vacíos de mil variedades distintas de patatas fritas Lays (entre las que destacan las de sabor a cangrejo) y me voy a hacer fotos.

Llega nuestro autobús. Ninguna maravilla, pero un bólido modernísimo al lado del que nos trajo. Esta vez los letreros y la tripulación son polacos. Se acerca una señora ucraniana al conductor y le pregunta si no podría llevar a cuatro personas. El conductor le responde secamente que está todo lleno. Ella insiste, dice que se ponen a un ladito y no ocupan nada. Imposible, vamos llenos.

Paramos en otra estación, que, por cierto, nos quedaba muchísimo más cerca de casa. Desde allí tardamos como una hora en salir de L'viv. El conductor circula por las calles empedradas como si la suspensión fuera nueva. O como si estuviera a punto de romperse. Unos cuantos quilómetros antes de la frontera paramos y el conductor, sin decir palabra, se esfuma en una bocacalle. Bajamos casi todos en busca del baño, pero allí no hay nada más que un quiosco que vende perritos calientes y otras guarradas por el estilo. Enseguida reaparece el conductor pertrechado con dos cartones de tabaco, pone en marcha el vehículo y subimos, algunos con sus perritos humeantes en la mano y la mayoría, me imagino, con la vejiga tirando a llena.

La frontera: a la izquierda, la fila desordenada de barracas y casetas de chapa ondulada que vimos cuando veníamos de Polonia; a la derecha, una cola de camiones que se extiende a lo largo de un par de quilómetros. El proceso es parecido al de la otra vez y tardamos lo mismo, alrededor de dos horas. Los guardias ucranianos ponen cara más amenazadora que los polacos, pero en el fondo es lo mismo. Ya en la parte polaca uno le pregunta a una ucraniana que no tenía visado de trabajo qué iba a hacer a Polonia, ella le responde que va de visita, él, que cuántos días, ella, que quince, él, que cuánto dinero lleva, ella, que trescientos złotys (unos 85 euros), él, que si sólo trescientos złotys para quince días, ella, que sí, porque va a casa de no sé quién, y creo que ahí quedó la cosa. Al menos los polacos nos dejaron bajar a hacer pis.

Salimos de la frontera, esa criba de personas que separa la Europa unida de la periferia que aspira a formar parte de ella. Pero no parece que cambie nada. A este lado también se extienden las barracas. Los carteles siguen estando en las dos lenguas. El campo presenta los mismos cultivos y está igual de verde. A pesar de la desnudez de los árboles, parece más principio de primavera que final de otoño. El sol juega entre las nubes y durante un buen rato nos deleita con un espectáculo de luz.

Al anochecer paramos en un bar de carretera. Inmediatamente se forman dos grandes colas, una junto al mostrador para pedir y otra a la puerta del baño. Las camareras no se achican y despachan ágilmente a la marabunta. Tienen acento del este. Pagas y te dan un número para que lo pongas visible en la mesa. Los precios están más cerca de los de L'viv que de los de Varsovia. Pedimos sendas sopitas polacas: Agnieszka un żurek y yo un barszcz.

Nos llevamos nuestro numerito y lo plantamos en una de las mesas de la sala de al lado, la única que está libre. Es un recinto enorme para bodas a lo largo del cual hay larguísimas mesas rodeadas de sillas de cocina con respaldo metálico. Del techo cuelgan racimos de globos granates y amarillos aquí y allá. Las paredes están decoradas con cortinas de color turquesa revenido ribeteadas con gruesas franjas doradas. No pegarían menos en un restaurante chino. A pocos metros de nosotros, en otra parte de nuesta megamesa, se sientan tres tipos de rasgos rudos, pelo corto raleante y barba igual de larga que el pelo, pero más espesa. Uno de ellos parece un cruce entre un jugador yugoslavo de baloncesto y un mercenario a punto de retirarse. Apenas comen. Se bajan una botella de vodka en veinte minutos, alternando con tragos de cerveza. Cuando por fin me traen mi barszcz ya es la hora de irse. Lo engullo, me quemo la lengua y el paladar, me quedo sin ir al baño y nos vamos. Debe de celebrarse algún rally para aficionados, porque fuera hay aparcados como quince jeeps azules con un montón de focos en el techo. Entre ellos pululan tipos con brilantes cazadoras de aviador y pantalones mimetizados.

Me pregunto si la frontera que hemos cruzado no sería un decorado. Si la auténtica no la habrán trasladado a los alrededores de Varsovia.

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