Amanece lloviznando y así seguirá todo el día. Nos levantamos a las 8 para que nos dé tiempo a ducharnos antes de que corten el agua. Mientras yo desayuno leche con galletas, Agnieszka -a quien semejante desayuno le parece poco serio- baja a comprar pan, mantequilla, queso y embutido ahumado. Eeejjj...
Lo primero es ir a comprar los billetes de vuelta, pues no se podía hacerlo desde Varsovia. Viva la tecnología. No me gusta nada empezar la visita pensando ya en la vuelta, pero habiendo festivos de por medio más vale no arriesgarse. La tipa de "información turística" no habla inglés, así que nos entendemos en polaco. Queremos comprar un mapa, pero no les quedan. Agnieszka tiene una guía que cogió de la biblioteca, viene un mapa muy malo, pero tiramos de él por el momento. Nos adentramos en el casco antiguo. A un lado tenemos una iglesia bastante bonita (creo recordar que Agnieszka dijo que barroca, yo me lo creo), al otro un mercado de flores donde un montón de "bábushkas", viejecitas con pañuelos de colores en la cabeza, venden ramos chillones -rojos, amarillos, violetas- que contrastan con los grises y pasteles circundantes. Al fondo, unos cuantos obreros derriban a mano (bueno, con martillos) un edificio que debió de ser bonito y de cuyo primer piso no quedan más que algunas paredes pintadas de diferentes colores. Mientras Agnieszka hace fotos de los detallitos y acabados de la iglesia yo me meto en la primera tienda de cedés que veo en busca de musiqueo ucraniano. Los discos están a veintipocas hryvnias (alrededor de cuatro euros), así que me compro tres para empezar. Si os apetece investigar, os recomiendo el grupo Тартак (Tartak).
Compramos un mapa de verdad. Damos un paseo hasta llegar al Ринок (Rynok), la plaza mayor de la ciudad vieja. Me recuerda a la de Cracovia o incluso la de Poznań: un rectángulo bordeado por casitas de altura parecida, tres pisos o así, cada una con personalidad propia, diferentes colores, elementos decorativos, escudos nobiliarios, pero capaces de crear un todo armonioso. En el centro, un edificio emblemático, en este caso el ayuntamiento, con una alta torre donde ondea la fea bandera ucraniana, azul y amarilla. Entre todas las casas de la plaza llama la atención una de color negro. La lluvia, la luz otoñal, la desnudez de los árboles, todo invita a fotografiar en sepia, a pesar de que normalmente no me gusta ese color, pero aquí pega perfectamente, refleja ese toque melancólico y anticuado que nos ofrece hoy la ciudad. Antes de seguir la visita entramos en un bar de la plaza a tomarnos alguna droga que nos ayude a vencer la somnolencia natural de un día así. Ella, un café, yo, un té. Pero "ya que estamos", pedimos también algo de comer. Yo, un plato de nombre curioso (me suena a "asado del zar") y pinta aún más curiosa, parece un pan de consistencia blanda emergiendo cual pompa de un cuenco de barro. Resulta ser un cocido a medio camino entre el gulash y la fabada cubierto por una fina capa de pan que deben de haber hecho al horno al mismo tiempo que el resto, porque está adherida a las paredes del cuenquito. Muy bueno.
Seguimos explorando el Rynok. Los portales suelen estar abiertos y merece la pena entrar en ellos. En algunos descubrimos bóvedas centenarias y escaleras de madera; en otros, vidrieras modernistas y graffitis modernitos; en otros, patios desiertos con pijamas tendidos de los balcones y algún que otro gato; en otro, por fin, un par de ventanas muy pintorescas y una cafetería minúscula y muy cuca, "La Botella Azul", donde no paraba de entrar y salir gente, probablemente porque no había sitio, como nos pasó las tres veces que, picados por la curiosidad, quisimos volver. Además de explorar patios y hacer fotos en sepia (la pobre Agnieszka debió de quedar bastante harta de esperarme), me dedico a desarrollar otro de mis pasatiempos favoritos: el desciframiento de inscripciones, con la dificultad añadida del alfabeto cirílico. Aunque, obviamente, no siempre llego a una solución satisfactoria, resulta gratificante ver cómo el conocimiento del polaco permite entender muchas cosas y, a su vez, estas deducciones, favorecidas también por el contexto, me ayudan a aprender mejor el cirílico. Eso es lo que el Marco Europeo de Referencia para las Lenguas denomina "competencia plurilingüe" (perdóneseme el ataque de pedantería, es deformación profesional): la habilidad para comunicarse, aunque no se conozca la lengua X, mediante la transferencia de conocimientos y habilidades adquiridas en otras lenguas.
El turismo todavía no está demasiado desarrollado en L'viv, o por lo menos no hasta el punto de resultar insoportable (como en Praga o, últimamente, en Cracovia). Supongo que ésa es la razón por la que cada vez que nos paramos en una esquina a consultar el mapa o la guía se nos acerca alguien a explicarnos algo espontáneamente. Muchos se nos ofrecen como guías. En algunos casos es evidente que esperan algo a cambio, en otros no parece que sea así. Según la impresión que nos dan, aceptamos su ayuda o no. En una de estas se nos acerca un tipo larguirucho y mal afeitado. Descendiente de polacos, chapurrea esa lengua. Cada vez que abre la boca resultan evidentes dos cosas: una, que tiene dientes de oro; otra, que fuma como un cosaco (es lo que corresponde) y encima tabaco de mala calidad, pues le apesta el aliento a quilómetros. Tanto llaman la atención sus dientes que en este momento ya no estoy seguro de si llevaba gabardina y sombrero, pero si no los llevaba, debería llevarlos. Fue tan habilidoso dándonos conversación que no conseguimos quitárnoslo de encima. Nos hizo de guía por los alrededores del Rynok y, aunque era un poco bastante pesado, reconozco que sin él no habríamos entrado en una iglesia que era mucho más interesante por dentro que por fuera ni habríamos visto la simpática estatua del pintor polaco Nikifor, personaje curioso donde los haya, pero del que no voy a hablar aquí.
Nos acercamos a la zona de la universidad para comer (sí, otra vez) en un sitio que nos han recomendado por separado Dientes de Oro y don Stasiek, así que habrá que hacerles caso: el "Пузата Хата" (Puzata Hata; no me preguntéis lo que significa). Si acaso vais a L'viv, os recomiendo el sitio: es tipo bufé de comida rápida, pero está bastante buena y, sobre todo, puedes ver antes todo lo que hay, que es mucho, para elegir lo que más te apetezca. Y está lleno de gente joven. Lo malo es justamente eso. que está lleno y se tarda un buen rato en la cola, por lo menos a la hora a la que fuimos nosotros. Sea como sea, creo que vale la pena, al menos para la primera vez.
Al salir, desplegamos el mapa e inmediatamente un simpático vejete de jersey de punto, boina y gafas de culo de vaso nos ofrece ayuda. Le preguntamos cómo llegar al cementerio más importante, el Личаківський (Lychakivs'kiy), ya que justamente es el Día de Difuntos y todo estará lleno de velas. Aparte de explicárnoslo, cómo no, el señor nos cuenta su vida: que combatió en la guerra, que estuvo en un campo de prisioneros soviético, que no quiso dejar L'viv, que estudió no sé qué no sé dónde y conoció a no sé quién, que malvive con una pensión de, si mal no recuerdo, trescientas y pico hryvnias (¡no más de sesenta euros!), que los precios no paran de subir y que, encima, en las tiendas ya no se puede comprar nada de buena calidad, que la mantequilla ya no es mantequilla ni la leche, leche. Se despide dándome la mano a mí y besándole la mano a Agnieszka, como un caballero a la antigua usanza.
El cementerio queda en la otra punta de la ciudad, pero decidimos ir andando. Don Stasiek nos ha dicho que, en vez de entrar por la puerta principal, lo hagamos por una lateral para no tener que pagar. Empezamos a rodear el cementerio, pero aquello no se acaba nunca. Anochece. Dentro, efectivamente, titilan las velas. No encontramos la puerta lateral. Yo propongo saltar la tapia, pero a Agnieszka le da miedo. Seguimos caminando un buen rato, cuesta arriba, por una calle empedrada y mal iluminada por donde apenas pasa nadie, hasta que al final llegamos a la maldita puerta. Cerrada. Y la principal, que cierra media hora después, nos queda lejísimos. Decidimos dejar la visita al cementerio para mañana. Una señora muy simpática que se empeña en contarnos cosas en ucraniano, de lo que entendemos la quinta parte, nos acompaña hasta la calle por donde pasan los tranvías y las marshrutkas. Cogemos un tranvía que va al centro. Hay que estar atento, porque el tranviero va diciendo por el micrófono la ruta, que puede variar. Viene la revisora, le pedimos dos billetes, paga Agnieszka, la tipa se los pone en la mano y se los vuelve a quitar, nos cobra uno y se va. No entendemos nada. Seguramente esté haciendo otro chanchullo. No protestamos porque todos salimos ganando. Aunque me habría gustado guardarme el billete de recuerdo.
Nos bajamos en el centro y vamos hacia el Rynok para tomar algo. Por el camino vemos que en medio de la acera hay como cuarenta personas plantadas haciendo cola sin más ni más. Deben de estar esperando el tranvía o el autobús. Pero nunca había visto semejante disciplina. Me fijo en los coches que circulan. Pasan unos cuantos cochazos nuevos, pero predominan los vetustos Lada 1500, que se caen a pedazos, u otros de diseño igual de innovador. Buscadlo en Gúguel Imágenes para haceros una idea.
Llegamos al Rynok, pero, a diferencia de lo que ocurre en Cracovia, Varsovia o cualquier otra ciudad polaca, no hay manera de encontrar un bar, aparte de La Botella Azul, que está petada. Vemos gente más o menos elegante entrando y saliendo de un portal, intentamos entrar, pero a los que van delante de nosotros les dicen que está lleno. El que se lo dice es un tipo enorme y gordinflón con una ametralladora en la mano. Miro el letrero: es la sede de Nuestra Ucrania, el partido de Víktor Yushchenko. Decidimos buscar en otra parte.
Damos vueltas por la zona de la ópera sin conseguir encontrar nada. Ya desesperados, nos planteamos meternos en un antro donde sólo hay hombres (jóvenes rapados con tenis y mayores bigotudos con cazadoras negras de piel) y el aire se podría cortar con un cuchillo. Deliberando estamos cuando aparece un grupo de cinco polacos y dos botellas de licor. Nos caen bien y decidimos irnos con ellos a un sitio que conocen donde, dicen, dan comida ucraniana auténtica y vodka barato. Qué más queremos.
Llegamos al bar en cuestión y, nada más entrar, a pesar de que hay dos mesas con gente comiendo, nos apagan la luz en señal de que se aproxima la hora de cerrar y mejor que nos vayamos a otra parte. Acabamos en una pizzería cutre donde ya no les queda nada que comer más que ensaladillas amarillentas de llevar todo el día en el expositor y pizza con doble ración de grasa. La jefa de las camareras, llevando un paso más allá la moda lviviense, luce unas preciosas botas de imitación de cocodrilo, pero de cocodrilo de raza fucsia, terminadas por un lado en punta y por el otro en tacón de diez centímetros. Cuando Igor, uno de los polacos (probablemente el más borracho) se las alaba, la señora se alegra sinceramente y le invita a una pizza.
Los polacos son casi todos de Mielce, un lugar cuya existencia ignoraba. Majetes. Agata, Dominika, Igor, Piotr y Tomek. Este último resulta ser un fan incondicional de Andrzej Stasiuk, escritor que glosa la autenticidad y la cutrez de lugares justamente como Ucrania, Polonia, Eslovaquia, Rumanía o Albania. Casualmente, el libro que acabo de traducir es suyo y trata de eso. Tomek no puede creérselo y me jura amistad eterna. Más eterna todavía cuando empezamos a hablar de música. Me recomienda un par de grupos ucranianos que ha descubierto gracias a internet. Mañana iré a alguna tienda.
Nos enseñan fotos del "hotel" donde duermen. Pagan diez veces menos que nosotros, pero es que yo no me metería en un sitio así ni aunque fuera gratis. Nos cuentan que en la ducha hay una capa de mugre que ni se ve el propio plato y que el grifo lo abren con un dedo y se duchan todos rígidos para no tocar las paredes. Pues vale, reconozco que don Stasiek nos tima, pero prefiero eso que pasar asco. Por lo menos las monjitas tienen todo como una patena, nunca mejor dicho.
Unas cuantas cervezas más tarde decidimos retirarnos. Nuestros nuevos amigüitos están al lado de su alojamiento y pretenden seguir la fiesta allí con las botellas que les quedan. Nosotros preferimos estar frescos para el día siguiente. A la salida justamente espera un taxi y no podemos resistirnos a la tentación. Agnieszka pregunta cuánto nos cobra por llevarnos a nuestra calle. El tipo: veinte. Estaba yo a punto de sacar a relucir mis habilidades regateadoras adquiridas y perfeccionadas en India, pero ella aceptó el precio y a mí no me apetecía discutir. Por tres euros estábamos en casa.
viernes, 2 de noviembre de 2007
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