Hace casi tres semanas que volví de Ucrania. Por hache o por be no he podido o querido ponerme a terminar esta entrada que había de culminar el cuaderno de viaje. Tres semanas quizá no sean mucho, pero cuando uno se sumerge en la cotidianeidad bastan para que ese viaje parezca haber tenido lugar en alguna época lejana. Asimismo, las reflexiones que entonces me parecían prioritarias hoy han pasado a un segundo plano.
A veces me pregunto si el sentido real de los viajes no será el viaje de vuelta. Cuando uno se va, desconecta de la realidad a la que pertenece. Todo, bonito o feo, bueno o malo, mejor o peor, es diferente y lo absorbemos con los sentidos bien alerta. Es a la vuelta cuando uno, si mantiene los ojos igual de abiertos, confronta la que hasta entonces había sido su realidad cotidiana desde una perspectiva nueva. Es a la vuelta cuando uno puede ser realmente sensible a lo que le rodea, ya sea para criticarlo, ya para apreciarlo o, simplemente, para percibirlo de forma consciente. Desde que me di cuenta de ello no sólo me gusta irme de viaje, sino también volver a este lugar que cada vez considero más mío. Y, paralelamente, mis viajes no son ya una huida.
Dado que es a través de los sentidos como captamos la realidad que posteriormente interpretamos y juzgamos, no puedo menos que alegrarme por el aprendizaje visual que estoy desarrollando gracias a mi nueva afición, la fotografía, la cual a su vez es estimulada por ese aprendizaje, de modo que uno y otra se van retroalimentando. Tanto es así que cada vez que vuelvo a Varsovia empiezo a ver fotos potenciales en lugares a los que nunca había prestado atención alguna.
Pero, diréis, ya va siendo hora de escribir algo sobre Ucrania. Ucrania es el país más grande de Europa después de Rusia. Tiene casi cien mil quilómetros cuadrados más que España. En población andamos casi parejos, pero al ritmo que van las cosas (la inmigración en España y la emigración desde Ucrania) pronto los superaremos. Su producto interior bruto es diez veces menor que nuestro, por detrás incluso de países como Colombia, Paquistán, Rumanía o Nigeria. Es un país donde apenas hay diversidad étnica. La minoría más importante es la rusa, que constituye alrededor del 20% de la población. Simplificando mucho, diremos que las divisiones entre proeuropeos y prorrusos se reflejaron en la Revolución Naranja de 2004 y en las recientes elecciones de este año, donde el pastel quedó repartido de tal modo que partidos antes irreconciliables se sentarán juntos en el gobierno.
¿Que decir esto es como no decir nada? Ya lo sé, pero las estadísticas son un buen punto de apoyo. O de agarre. En cualquier caso yo no he visto Ucrania, sino L’viv, ciudad de 800.000 habitantes, capital del distrito homónimo, el cual hasta el final de la Segunda Guerra Mundial perteneció a Polonia. Como habréis deducido de las entradas anteriores, todavía quedan en L’viv (aunque cada vez menos, por razones evidentes) polacos que decidieron quedarse en su tierra a pesar del cambio de soberanía; y múltiples descendientes de aquellos, que se llaman a sí mismos polacos. En cuanto a los ucranianos, me llamó la atención la forma de vestir. Ellas, como en todos los países eslavos (aunque no sé si es una cuestión de eslavidad o de postsovietidad) que conozco, tienen un concepto de la elegancia (para nosotros rayano en lo hortera, lo afectadamente femeninoide y/o exageradamente provocativo, por no decir otra cosa) al que se ciñen rigurosamente. Ellos, en lo que a la vestimenta se refiere, pueden dividirse en dos grupos: los que van todos de negro con jersey de cuello vuelto y cazadora de cuero y los que llevan pantalones vaqueros y chaquetas “normales”. No afirmo que la correspondencia sea unívoca, pero para mí la forma de vestir es una metáfora de las dos tendencias políticas predominantes, la prorrusa y la proeuropea. En algunos casos el afán por ser absolutamente europeo produce imágenes caricaturescas (equivalentes, por otra parte, a las que abundan en Madrid de chavales blanquitos imitando la estética de los negros neoyorquinos o los jugadores de la NBA).
Ucrania pretende adherirse a la Unión Europea en un futuro próximo. Cuando vi las restricciones de agua, los edificios semiderruidos en pleno centro de L’viv y las cafeteras con ruedas que circulan por esas calles empedradas me costó creerlo. Sin embargo, luego me di cuenta de que el parque móvil polaco de hace diez años no debía diferenciarse mucho del ucraniano actual; de que la ruralidad ucraniana se parece muchísimo a la de cualquier país de esta zona del mundo; y de que incluso en la avanzadísima España no hace mucho las restricciones eran el pan nuestro de cada verano en lugares como Almería. Así que espero que lo consigan, pues les vendría bien una inyección de fonditos europeos para modernizar el país. Eso sí, como adopten el euro y el coste de la vida suba como en España, no quiero saber lo que ocurrirá.
En general, L’viv se parece a la idea que tengo de Cracovia hace 15 años. Una ciudad de herencia austrohúngara y encanto decadente, llena de rincones inexplorados, rincones donde lo bello, lo sucio y lo agonizante se dan la mano, rincones vivos, en suma. Nada que ver con la monumental Praga o la deslumbrante Viena, ciudades de postal, conservadas en formol. L’viv es una ciudad humana, donde uno puede pasear sin rumbo, sentirse el primero en descubrir determinados lugares y mezclarse con una población todavía no insensibilizada por el turismo masivo.
Quienes me conocen saben que para mí no hay mejor souvenir que algo de música local. Pues bien, mientras que en otros lugares me ha costado encontrar discos que merecieran la pena, en Ucrania (gracias a la recomendación de las dependientas de una tienda de discos, a la de Tomek, un polaco que conocí, y a mi propia exploración) he encontrado varios grupos recomendables: Тартак (Tartak), Бумбокс (Bumboks) y, sobre todo, un grupo muy curioso que se llama 5’Nizza o Пятница (Pyatnitsa). Como despedida os dejo con ellos:
sábado, 24 de noviembre de 2007
A posteriori
domingo, 4 de noviembre de 2007
Día 4 - Últimos momentos en Ucrania. O no.
Debían de ser poco más de las seis cuando me despertó el ruido de una lluvia terca y furiosa, extrañamente cercana. Me arrebujé bien en el edredón y volví a quedarme profundamente dormido. De las honduras de mis sueños me sacó Agnieszka pasando por encima de mí. Ni me dio tiempo a pensar qué aviesas intenciones tendría. Balbuceé: "¿Qué pasa?". "¡El agua!", dijo. "¿El agua? ¡Hostia puta, el agua!". Me puse en pie de un salto y corrí hacia el baño. En los cinco segundos que tardé en llegar al baño me dio tiempo a ver en planos simultáneos cómo el agua que se derramaba a chorros del tanque del baño había inundado ya toda aquella ala de la casa y se filtraba hacia el piso de abajo, había un palmo de agua jugueteando con la instalación eléctrica, yo entraba en el baño descalzo y me electrocutaba. Al doblar la esquina me sorprendió no ver agua. Al entrar en el baño me sorprendió que el agua no cayera del tanque, sino del grifo que Agnieszka se había dejado abierto a tope la noche anterior porque, al estar cortada el agua cuando llegamos, no sabía hacia qué lado se cerraba.
Me duché y bajé a comprar comida para el desayuno y el viaje. Pero Ucrania, aunque en muchos aspectos se le parezca, no es Polonia, y las tiendas no están abiertas a las ocho de la mañana del domingo. Al subir me encuentro por las escaleras con la hermana Anna, que ha venido a buscar las llaves. Nos pregunta, no sé a santo de qué, si conocemos bien a don Stasiek. Deduzco que ella tampoco, pero no logro adivinar el papel que cada uno de ellos representa en todo esto. En cualquier caso, ella nos cae bien y nos despedimos de forma relativamente efusiva. Lo suficiente como para que casi se me olvide devolverle las llaves.
Abajo nos espera el taxi. Un enorme Audi azul marino que tiene las lunas tintadas y se cae a pedazos. En ningún sitio pone que sea un taxi. Tenemos apuntada la matrícula para reconocerlo, pero no hace falta, el conductor nos espera fumando apoyado en el coche. La tapicería está algo mugrienta, la telilla del techo está un poco desprendida y por el maletero traza surcos brillantes un líquido espeso. Desde el interior el mundo se ve de color violeta. Sorprendentemente, la música no es chunda-chunda y mola bastante. Le pregunto qué es, es un grupo ruso de rock, pero no sabe el nombre. Una pena.
La estación está mucho más cerca de lo que por el precio habíamos deducido. Es un edificio gris, feo, sucio y desolado. Enfrente, al otro lado de una calle amplia por cuyo asfalto picado de viruelas no circulan más que ocasionales trolebuses, hay plantado un apático bloque comunistoide de diez pisos de altura y por lo menos cien metros de longitud, si no doscientos. Es igual de gris que la estación (y, en general, que el día) y casi igual de feo. A pesar de la gente apiñada como insectos indefensos bajo el porche de la estación y de las escasas personas que esperan el trolebús, aquello representa la imagen misma de la soledad y la tristeza. Dejo a Agnieszka comprando provisiones para el viaje en una barraca de hojalata forrada con paquetes vacíos de mil variedades distintas de patatas fritas Lays (entre las que destacan las de sabor a cangrejo) y me voy a hacer fotos.
Llega nuestro autobús. Ninguna maravilla, pero un bólido modernísimo al lado del que nos trajo. Esta vez los letreros y la tripulación son polacos. Se acerca una señora ucraniana al conductor y le pregunta si no podría llevar a cuatro personas. El conductor le responde secamente que está todo lleno. Ella insiste, dice que se ponen a un ladito y no ocupan nada. Imposible, vamos llenos.
Paramos en otra estación, que, por cierto, nos quedaba muchísimo más cerca de casa. Desde allí tardamos como una hora en salir de L'viv. El conductor circula por las calles empedradas como si la suspensión fuera nueva. O como si estuviera a punto de romperse. Unos cuantos quilómetros antes de la frontera paramos y el conductor, sin decir palabra, se esfuma en una bocacalle. Bajamos casi todos en busca del baño, pero allí no hay nada más que un quiosco que vende perritos calientes y otras guarradas por el estilo. Enseguida reaparece el conductor pertrechado con dos cartones de tabaco, pone en marcha el vehículo y subimos, algunos con sus perritos humeantes en la mano y la mayoría, me imagino, con la vejiga tirando a llena.
La frontera: a la izquierda, la fila desordenada de barracas y casetas de chapa ondulada que vimos cuando veníamos de Polonia; a la derecha, una cola de camiones que se extiende a lo largo de un par de quilómetros. El proceso es parecido al de la otra vez y tardamos lo mismo, alrededor de dos horas. Los guardias ucranianos ponen cara más amenazadora que los polacos, pero en el fondo es lo mismo. Ya en la parte polaca uno le pregunta a una ucraniana que no tenía visado de trabajo qué iba a hacer a Polonia, ella le responde que va de visita, él, que cuántos días, ella, que quince, él, que cuánto dinero lleva, ella, que trescientos złotys (unos 85 euros), él, que si sólo trescientos złotys para quince días, ella, que sí, porque va a casa de no sé quién, y creo que ahí quedó la cosa. Al menos los polacos nos dejaron bajar a hacer pis.
Salimos de la frontera, esa criba de personas que separa la Europa unida de la periferia que aspira a formar parte de ella. Pero no parece que cambie nada. A este lado también se extienden las barracas. Los carteles siguen estando en las dos lenguas. El campo presenta los mismos cultivos y está igual de verde. A pesar de la desnudez de los árboles, parece más principio de primavera que final de otoño. El sol juega entre las nubes y durante un buen rato nos deleita con un espectáculo de luz.
Al anochecer paramos en un bar de carretera. Inmediatamente se forman dos grandes colas, una junto al mostrador para pedir y otra a la puerta del baño. Las camareras no se achican y despachan ágilmente a la marabunta. Tienen acento del este. Pagas y te dan un número para que lo pongas visible en la mesa. Los precios están más cerca de los de L'viv que de los de Varsovia. Pedimos sendas sopitas polacas: Agnieszka un żurek y yo un barszcz.
Nos llevamos nuestro numerito y lo plantamos en una de las mesas de la sala de al lado, la única que está libre. Es un recinto enorme para bodas a lo largo del cual hay larguísimas mesas rodeadas de sillas de cocina con respaldo metálico. Del techo cuelgan racimos de globos granates y amarillos aquí y allá. Las paredes están decoradas con cortinas de color turquesa revenido ribeteadas con gruesas franjas doradas. No pegarían menos en un restaurante chino. A pocos metros de nosotros, en otra parte de nuesta megamesa, se sientan tres tipos de rasgos rudos, pelo corto raleante y barba igual de larga que el pelo, pero más espesa. Uno de ellos parece un cruce entre un jugador yugoslavo de baloncesto y un mercenario a punto de retirarse. Apenas comen. Se bajan una botella de vodka en veinte minutos, alternando con tragos de cerveza. Cuando por fin me traen mi barszcz ya es la hora de irse. Lo engullo, me quemo la lengua y el paladar, me quedo sin ir al baño y nos vamos. Debe de celebrarse algún rally para aficionados, porque fuera hay aparcados como quince jeeps azules con un montón de focos en el techo. Entre ellos pululan tipos con brilantes cazadoras de aviador y pantalones mimetizados.
Me pregunto si la frontera que hemos cruzado no sería un decorado. Si la auténtica no la habrán trasladado a los alrededores de Varsovia.
Me duché y bajé a comprar comida para el desayuno y el viaje. Pero Ucrania, aunque en muchos aspectos se le parezca, no es Polonia, y las tiendas no están abiertas a las ocho de la mañana del domingo. Al subir me encuentro por las escaleras con la hermana Anna, que ha venido a buscar las llaves. Nos pregunta, no sé a santo de qué, si conocemos bien a don Stasiek. Deduzco que ella tampoco, pero no logro adivinar el papel que cada uno de ellos representa en todo esto. En cualquier caso, ella nos cae bien y nos despedimos de forma relativamente efusiva. Lo suficiente como para que casi se me olvide devolverle las llaves.
Abajo nos espera el taxi. Un enorme Audi azul marino que tiene las lunas tintadas y se cae a pedazos. En ningún sitio pone que sea un taxi. Tenemos apuntada la matrícula para reconocerlo, pero no hace falta, el conductor nos espera fumando apoyado en el coche. La tapicería está algo mugrienta, la telilla del techo está un poco desprendida y por el maletero traza surcos brillantes un líquido espeso. Desde el interior el mundo se ve de color violeta. Sorprendentemente, la música no es chunda-chunda y mola bastante. Le pregunto qué es, es un grupo ruso de rock, pero no sabe el nombre. Una pena.
La estación está mucho más cerca de lo que por el precio habíamos deducido. Es un edificio gris, feo, sucio y desolado. Enfrente, al otro lado de una calle amplia por cuyo asfalto picado de viruelas no circulan más que ocasionales trolebuses, hay plantado un apático bloque comunistoide de diez pisos de altura y por lo menos cien metros de longitud, si no doscientos. Es igual de gris que la estación (y, en general, que el día) y casi igual de feo. A pesar de la gente apiñada como insectos indefensos bajo el porche de la estación y de las escasas personas que esperan el trolebús, aquello representa la imagen misma de la soledad y la tristeza. Dejo a Agnieszka comprando provisiones para el viaje en una barraca de hojalata forrada con paquetes vacíos de mil variedades distintas de patatas fritas Lays (entre las que destacan las de sabor a cangrejo) y me voy a hacer fotos.
Llega nuestro autobús. Ninguna maravilla, pero un bólido modernísimo al lado del que nos trajo. Esta vez los letreros y la tripulación son polacos. Se acerca una señora ucraniana al conductor y le pregunta si no podría llevar a cuatro personas. El conductor le responde secamente que está todo lleno. Ella insiste, dice que se ponen a un ladito y no ocupan nada. Imposible, vamos llenos.
Paramos en otra estación, que, por cierto, nos quedaba muchísimo más cerca de casa. Desde allí tardamos como una hora en salir de L'viv. El conductor circula por las calles empedradas como si la suspensión fuera nueva. O como si estuviera a punto de romperse. Unos cuantos quilómetros antes de la frontera paramos y el conductor, sin decir palabra, se esfuma en una bocacalle. Bajamos casi todos en busca del baño, pero allí no hay nada más que un quiosco que vende perritos calientes y otras guarradas por el estilo. Enseguida reaparece el conductor pertrechado con dos cartones de tabaco, pone en marcha el vehículo y subimos, algunos con sus perritos humeantes en la mano y la mayoría, me imagino, con la vejiga tirando a llena.
La frontera: a la izquierda, la fila desordenada de barracas y casetas de chapa ondulada que vimos cuando veníamos de Polonia; a la derecha, una cola de camiones que se extiende a lo largo de un par de quilómetros. El proceso es parecido al de la otra vez y tardamos lo mismo, alrededor de dos horas. Los guardias ucranianos ponen cara más amenazadora que los polacos, pero en el fondo es lo mismo. Ya en la parte polaca uno le pregunta a una ucraniana que no tenía visado de trabajo qué iba a hacer a Polonia, ella le responde que va de visita, él, que cuántos días, ella, que quince, él, que cuánto dinero lleva, ella, que trescientos złotys (unos 85 euros), él, que si sólo trescientos złotys para quince días, ella, que sí, porque va a casa de no sé quién, y creo que ahí quedó la cosa. Al menos los polacos nos dejaron bajar a hacer pis.
Salimos de la frontera, esa criba de personas que separa la Europa unida de la periferia que aspira a formar parte de ella. Pero no parece que cambie nada. A este lado también se extienden las barracas. Los carteles siguen estando en las dos lenguas. El campo presenta los mismos cultivos y está igual de verde. A pesar de la desnudez de los árboles, parece más principio de primavera que final de otoño. El sol juega entre las nubes y durante un buen rato nos deleita con un espectáculo de luz.
Al anochecer paramos en un bar de carretera. Inmediatamente se forman dos grandes colas, una junto al mostrador para pedir y otra a la puerta del baño. Las camareras no se achican y despachan ágilmente a la marabunta. Tienen acento del este. Pagas y te dan un número para que lo pongas visible en la mesa. Los precios están más cerca de los de L'viv que de los de Varsovia. Pedimos sendas sopitas polacas: Agnieszka un żurek y yo un barszcz.
Nos llevamos nuestro numerito y lo plantamos en una de las mesas de la sala de al lado, la única que está libre. Es un recinto enorme para bodas a lo largo del cual hay larguísimas mesas rodeadas de sillas de cocina con respaldo metálico. Del techo cuelgan racimos de globos granates y amarillos aquí y allá. Las paredes están decoradas con cortinas de color turquesa revenido ribeteadas con gruesas franjas doradas. No pegarían menos en un restaurante chino. A pocos metros de nosotros, en otra parte de nuesta megamesa, se sientan tres tipos de rasgos rudos, pelo corto raleante y barba igual de larga que el pelo, pero más espesa. Uno de ellos parece un cruce entre un jugador yugoslavo de baloncesto y un mercenario a punto de retirarse. Apenas comen. Se bajan una botella de vodka en veinte minutos, alternando con tragos de cerveza. Cuando por fin me traen mi barszcz ya es la hora de irse. Lo engullo, me quemo la lengua y el paladar, me quedo sin ir al baño y nos vamos. Debe de celebrarse algún rally para aficionados, porque fuera hay aparcados como quince jeeps azules con un montón de focos en el techo. Entre ellos pululan tipos con brilantes cazadoras de aviador y pantalones mimetizados.
Me pregunto si la frontera que hemos cruzado no sería un decorado. Si la auténtica no la habrán trasladado a los alrededores de Varsovia.
sábado, 3 de noviembre de 2007
Día 3 - L'viv soleado
Paso mala noche, me asedian pesadillas de todo tipo. Me levanto con la piel sequísima, debe de ser culpa del agua. Desayunamos y nos vamos, por fin, al cementerio. Ya no tendrá tanta gracia como verlo de noche con las velas, pero ya que nos hemos propuesto verlo, eso pensamos hacer. Esta vez por la puerta principal, que, por cierto, está al final de nuestra calle (¡preciosa!; la calle, no la puerta), aunque tengamos que pagar por entrar. Cinco hryvnias, poco más de medio euro, ¿para eso dimos semejante rodeo ayer? Don Stasiek es la hostia, nos tanga un pastón por el piso y luego nos hace dar la vuelta al mundo para ahorrarnos unos céntimos. Debe de ser el punto de vista del negociante. Está claro que algunos nunca seremos ricos.
Hace sol y hay una luz preciosa. Me viene a la mente la canción "Cemetery Gates" de los Smiths: "A dreaded sunny day / So I meet you at the cemetery gates / Keats and Yeats are on your side / While Wilde is on mine. / So we go inside and we gravely read the stones / All those people all those lives / Where are they now? (...)". Pero hace tan buen día que incluso cuesta ver el absurdo de la muerte. Con una luz así, uno acepta que morir es parte integral del juego y que, al fin y al cabo, enterrado allí se debe de estar bastante tranquilo. En las lápidas hay tantas inscripciones en ucraniano como en polaco, tantos apellidos de un sitio como del otro. Siempre resulta intrigante ver las fechas, las profesiones, las relaciones familiares e imaginarse las vidas de esas personas. Hay tumbas sobrias y otras recargadas. Las hay adornadas con estatuas de piedra más o menos airosas. Algunas tienen fotografías de cerámica (muchas de las cuales, por cierto, parecen rotas a propósito, me pregunto qué satisfacción puede obtener alguien de semejante clase de vandalismo) y otras presentan horribles grabados en mármol. En casi todas hay velas. En muchas, además, flores. La mayoría naturales, pero algunas también de plástico. Sobre una tumba decorada barroca y horteramente hacen las veces de jarrones tres botellas de agua cortadas por la mitad. Ni siquiera les han quitado la etiqueta con la marca. Oímos gritos a lo lejos. Es una mujer y parece que habla sola. Debe de ser alguna vieja enloquecida quizá por la pérdida de un ser querido. Los gritos se acercan. Es una voz desagradable, estridente, papagayesca. Sigue acercándose. Entre las tumbas aparece una señora con el pelo teñido de dorado y, tras ella, un grupo de polacos que, arrastrando los pies, siguen sin mucho interés su discurso: "De todos es sabido que Konopnicka fue...". Encontramos unas tumbas apartadas sin vela y Agnieszka cumple con su obligación como polaca de poner unas cuantas velitas (casi) el Día de Difuntos.
Vamos a ver la parte del cementerio dedicada a "los aguiluchos de L'viv", los soldados polacos y ucranianos que lucharon para evitar que la ciudad cayera en manos soviéticas. Es otra obligación que, viniendo de Polonia, tenemos que cumplir. Filas y filas y filas y filas de tumbas blancas con sus respectivas cruces del mismo color. Es impresionante y, a la vez, bastante aséptico. Todos iguales. Si no fuera por los nombres y las fechas. Hay hombres y mujeres. Hay adultos y adolescentes. Nunca he entendido la idea de morir por una ciudad, un país, una bandera o lo que sea, al menos mientras eso no conlleve opresión y represión. Y no sé si lo que me da pena es el hecho de que toda esa gente haya muerto de esa manera o el de que haya muerto por una causa que no comprendo y que, encima, perdieron.
Nos vamos del cementerio hacia el centro con la intención de aprovechar el sol para subir a la torre del ayuntamiento, desde donde, según me ha dicho Daria, hay una panorámica estupenda de la ciudad. Además, por fin tengo la ocasión de practicar mi deporte turístico favorito, el towering. No sé por qué, pero me gusta subir escaleras cuando al final me espera una vista que lo recompense. Y efectivamente, vale la pena subir hasta allí. Tan absortos estábamos haciéndonos fotos que alguien se llevó la guía que Agnieszka había dejado en una repisa y ni nos dimos cuenta. ¿Para qué querrá alguien una guía de L'viv anticuada en polaco? Menos mal que el mal humor por haberla perdido le duró poco. Nos propusimos ir más tarde al mercadillo de libros usados que hay en las cercanías del Rynok a ver si la habían puesto a la venta, pero, obviamente, se nos olvidó.
Al bajar vemos un montón de parejas que se han casado o se van a casar. Las tías, con trajes de color blanco cremoso con mucho vuelo, bastante feos. Los tíos, con trajes oscuros y corbatas bastante feas. Las acompañantes, ¡virgen santa!, elevando a la máxima potencia el concepto autóctono de la elefancia, donde el elemento principal son las botas estilo sadomaso. Vimos incluso una novia flanqueada por una tía vestida de dorado con botas cocodrilescas del mismo color y, al otro lado, otra tía vestida de rojo brillante con botas de tacón de aguja haciendo juego, que más parecía que iba a la verbena a ocupar un cargo que no diré cómo se llama, pero rima con pitón.
Entramos a comer en un bar de estirpe socialista en el propio Rynok. Decoración sobria, paredes desangeladas, manteles rojos con bordados estilo museo etnográfico. En la mesa de al lado un par de tipos con cara de malos. El uno, un cuarentón achulado de pelo rubio pajizo y rasgos similares a los del gobernador de California, lleva un grueso jersey negro de cuello alto a punto de reventar con la musculatura que hay debajo. El otro, un moreno bigotudo que ronda los cincuenta, lleva cazadora de cuero y tiene ojos mezquinos. Ambos observan a Agnieszka de arriba a abajo con total descaro mientras se quita el abrigo. Sorprendentemente, la camarera, una señora mayor que habla algo de polaco, es bastante simpática, la música mola y la comida no es demasiado grasienta, lo justo, y está buena.
Al salir vamos a buscar una tienda de discos porque quiero comprarme la música que anoche me recomendó Tomek: "5'nizza", un peculiar grupo de reggae, por llamarlo de alguna manera, hecho con guitarra y voz; la percusión es beatbox. Acabo comprándome más cosas. Van seis discos en dos días, pero ¡es que están baratísimos! Al pagar no entiendo lo que me dice la cajera. Agnieszka me traduce: sesenta y ocho hryvnias. En el momento en que se las doy a la cajera, Agnieszka se da cuenta de que ha entendido mal y no son sesenta y ocho, sino sesenta y siete. Pero la cajera ha entendido perfectamente el número en polaco, se hace la longuis y no me devuelve la hryvnia de más. Con su pan se la coma.
Entramos después en la iglesia de no sé qué, cerca del Rynok, toda decorada con pan de oro y policromías sobre fondo celeste. Me llama la atención porque en España no conozco iglesias así, pero donde se ponga la sencillez y sobriedad del románico o la grandiosidad de un buen gótico, que se quiten los colorines.
Luego buscamos, también en el Rynok, el museo de la farmacia del que anoche nos hablaron Igor, Tomek y compañía. Se entra en una botica antigua, se le pagan tres hrynias (por supuesto, sin recibo ni nada que se le parezca) a una señora de pelo violeta pálido más bien taciturna y ésta te hace pasar al otro lado del mostrador de madera y entrar en una sala repleta de estantes y vitrinas con frascos donde se lee: euforbio, cocaína, efedrina, estricnina... La señora se vuelve a su espacio y nos deja solos. Vamos descubriendo que después de esa sala hay otra, y luego otra, y otra, y otra más, ésta con redomas y probetas, la otra con símbolos alquímicos, un búho disecado y un cocodrilo de madera que cuelga del techo... Es como un túnel del tiempo y estamos totalmente solos en él. Nosotros mismos tenemos que tantear la pared para buscar el interruptor de la siguiente sala. Hacemos fotos en sepia, que es lo que pega, y toqueteamos algunas cosas con cierto remordimiento. Al cabo de un rato aparece la bruja del pelo violeta y nos da a entender que quieren cerrar ya.
Vamos a ver una iglesia ortodoxa que queda por allí. Se entra por una puerta lateral a una especie de vestíbulo desde el cual se accede al recinto donde en ese momento se está celebrando el oficio. Nos quedamos observando desde la puerta. En el interior, totalmente dorado y llenito de iconos (nada que ver con las iglesias protestantes), el sacerdote canta no sé qué versículos, la gente le responde y luego él desaparece tras una puerta, vuelve a aparecer por otra, la gente sigue canturreando... Me resulta la mar de curioso. Entre los no demasiado numerosos asistentes predominan las viejitas rechonchas de vestido negro y pañuelo floreado en la cabeza. Tienen ojos opacos, duros y relucientes como piedras incrustados en rostros arrugados como pasas.
Buscando un sitio donde tomar algo damos con la taberna "Korchma na Ruskyj" (Корчма на Руський), sita en la calle Rus'ka (Руська). Mientras esperamos a los polacos de anoche, pedimos unas birras "Persha Pryvatna Brovarnya" (Перша Приватна Броварня), no están nada mal. Para acompañar, "basturma" (mojama de caballo) y calamares secos (parecen virutas de bacalao). Curiosos, estos aperitivos ucranianos. La conversación, entre otras cosas, gira en torno al hecho de que en la fábrica de no sé qué refrescos que hay en Mielce o por ahí tienen dos procesos de fabricación separados según el producto vaya destinado al mercado polaco o al ucraniano. En este último caso, la calidad es peor, pero así pueden venderlo más barato. Me resulta increíble, pero luego me acuerdo de lo que nos contó ayer aquel simpático veterano de guerra. Al cabo de un rato se nos acopla don Stasiek con el pretexto de que quiere ayudarnos y por eso viene a explicarnos que es mejor que para mañana no pidamos un taxi de ninguna compañía, que es mejor que llamemos a un amigo suyo que sólo nos cobrará veinte hryvnias más, o sea, el doble de lo normal, pero que a cambio viene seguro. Teniendo en cuenta que se ha desplazado hasta allí expresamente "para ayudarnos" y que se ha tomado dos cafés, no creo que le salga demasiado rentable el negocio. No conseguimos quitárnoslo de encima. Mientras seguimos con nuestra conversación, él se dedica a repartir sus "tarjetas de visita" artesanales, que no son otra cosa que postales de propaganda (de ésas que se cogen en las tiendas de ropa) con su nombre y dirección escritos a boli por el otro lado. Cuando acaba con nuestro grupo se pone con la mesa de al lado, que también resulta ser de polacos y, encima, también de Mielce. Nunca había oído el nombre de ese sitio y mira tú por dónde parece que en L'viv no hay más que mielzanos. Mientras tanto, Agnieszka y yo vamos calculando cuántas hryvnias nos quedan exactamente para ver si podemos tomarnos una cerveza más y otra ración de basturma. De postre tienen limón con azúcar, dudo de si pedirme algo tan exótico, al final me decido, pero ya han cerrado la cocina. A las once nos echan.
Llueve. Los mielzanos están con ganas de marcha. Agnieszka se encuentra mal y prefiere irse a dormir, pero consigo convencerla. Sin embargo, cuando veo que don Stasiek se ha acoplado definitivamente al grupo y pretende llevarnos a no sé dónde, cambio de opinión. Estamos tentadoramente cerca de casa. Nos vamos a dormir. Para lavarnos los dientes tenemos que utilizar el agua de las ollas de la cocina, ya que de los grifos no sale ni gota.
Hace sol y hay una luz preciosa. Me viene a la mente la canción "Cemetery Gates" de los Smiths: "A dreaded sunny day / So I meet you at the cemetery gates / Keats and Yeats are on your side / While Wilde is on mine. / So we go inside and we gravely read the stones / All those people all those lives / Where are they now? (...)". Pero hace tan buen día que incluso cuesta ver el absurdo de la muerte. Con una luz así, uno acepta que morir es parte integral del juego y que, al fin y al cabo, enterrado allí se debe de estar bastante tranquilo. En las lápidas hay tantas inscripciones en ucraniano como en polaco, tantos apellidos de un sitio como del otro. Siempre resulta intrigante ver las fechas, las profesiones, las relaciones familiares e imaginarse las vidas de esas personas. Hay tumbas sobrias y otras recargadas. Las hay adornadas con estatuas de piedra más o menos airosas. Algunas tienen fotografías de cerámica (muchas de las cuales, por cierto, parecen rotas a propósito, me pregunto qué satisfacción puede obtener alguien de semejante clase de vandalismo) y otras presentan horribles grabados en mármol. En casi todas hay velas. En muchas, además, flores. La mayoría naturales, pero algunas también de plástico. Sobre una tumba decorada barroca y horteramente hacen las veces de jarrones tres botellas de agua cortadas por la mitad. Ni siquiera les han quitado la etiqueta con la marca. Oímos gritos a lo lejos. Es una mujer y parece que habla sola. Debe de ser alguna vieja enloquecida quizá por la pérdida de un ser querido. Los gritos se acercan. Es una voz desagradable, estridente, papagayesca. Sigue acercándose. Entre las tumbas aparece una señora con el pelo teñido de dorado y, tras ella, un grupo de polacos que, arrastrando los pies, siguen sin mucho interés su discurso: "De todos es sabido que Konopnicka fue...". Encontramos unas tumbas apartadas sin vela y Agnieszka cumple con su obligación como polaca de poner unas cuantas velitas (casi) el Día de Difuntos.
Vamos a ver la parte del cementerio dedicada a "los aguiluchos de L'viv", los soldados polacos y ucranianos que lucharon para evitar que la ciudad cayera en manos soviéticas. Es otra obligación que, viniendo de Polonia, tenemos que cumplir. Filas y filas y filas y filas de tumbas blancas con sus respectivas cruces del mismo color. Es impresionante y, a la vez, bastante aséptico. Todos iguales. Si no fuera por los nombres y las fechas. Hay hombres y mujeres. Hay adultos y adolescentes. Nunca he entendido la idea de morir por una ciudad, un país, una bandera o lo que sea, al menos mientras eso no conlleve opresión y represión. Y no sé si lo que me da pena es el hecho de que toda esa gente haya muerto de esa manera o el de que haya muerto por una causa que no comprendo y que, encima, perdieron.
Nos vamos del cementerio hacia el centro con la intención de aprovechar el sol para subir a la torre del ayuntamiento, desde donde, según me ha dicho Daria, hay una panorámica estupenda de la ciudad. Además, por fin tengo la ocasión de practicar mi deporte turístico favorito, el towering. No sé por qué, pero me gusta subir escaleras cuando al final me espera una vista que lo recompense. Y efectivamente, vale la pena subir hasta allí. Tan absortos estábamos haciéndonos fotos que alguien se llevó la guía que Agnieszka había dejado en una repisa y ni nos dimos cuenta. ¿Para qué querrá alguien una guía de L'viv anticuada en polaco? Menos mal que el mal humor por haberla perdido le duró poco. Nos propusimos ir más tarde al mercadillo de libros usados que hay en las cercanías del Rynok a ver si la habían puesto a la venta, pero, obviamente, se nos olvidó.
Al bajar vemos un montón de parejas que se han casado o se van a casar. Las tías, con trajes de color blanco cremoso con mucho vuelo, bastante feos. Los tíos, con trajes oscuros y corbatas bastante feas. Las acompañantes, ¡virgen santa!, elevando a la máxima potencia el concepto autóctono de la elefancia, donde el elemento principal son las botas estilo sadomaso. Vimos incluso una novia flanqueada por una tía vestida de dorado con botas cocodrilescas del mismo color y, al otro lado, otra tía vestida de rojo brillante con botas de tacón de aguja haciendo juego, que más parecía que iba a la verbena a ocupar un cargo que no diré cómo se llama, pero rima con pitón.
Entramos a comer en un bar de estirpe socialista en el propio Rynok. Decoración sobria, paredes desangeladas, manteles rojos con bordados estilo museo etnográfico. En la mesa de al lado un par de tipos con cara de malos. El uno, un cuarentón achulado de pelo rubio pajizo y rasgos similares a los del gobernador de California, lleva un grueso jersey negro de cuello alto a punto de reventar con la musculatura que hay debajo. El otro, un moreno bigotudo que ronda los cincuenta, lleva cazadora de cuero y tiene ojos mezquinos. Ambos observan a Agnieszka de arriba a abajo con total descaro mientras se quita el abrigo. Sorprendentemente, la camarera, una señora mayor que habla algo de polaco, es bastante simpática, la música mola y la comida no es demasiado grasienta, lo justo, y está buena.
Al salir vamos a buscar una tienda de discos porque quiero comprarme la música que anoche me recomendó Tomek: "5'nizza", un peculiar grupo de reggae, por llamarlo de alguna manera, hecho con guitarra y voz; la percusión es beatbox. Acabo comprándome más cosas. Van seis discos en dos días, pero ¡es que están baratísimos! Al pagar no entiendo lo que me dice la cajera. Agnieszka me traduce: sesenta y ocho hryvnias. En el momento en que se las doy a la cajera, Agnieszka se da cuenta de que ha entendido mal y no son sesenta y ocho, sino sesenta y siete. Pero la cajera ha entendido perfectamente el número en polaco, se hace la longuis y no me devuelve la hryvnia de más. Con su pan se la coma.
Entramos después en la iglesia de no sé qué, cerca del Rynok, toda decorada con pan de oro y policromías sobre fondo celeste. Me llama la atención porque en España no conozco iglesias así, pero donde se ponga la sencillez y sobriedad del románico o la grandiosidad de un buen gótico, que se quiten los colorines.
Luego buscamos, también en el Rynok, el museo de la farmacia del que anoche nos hablaron Igor, Tomek y compañía. Se entra en una botica antigua, se le pagan tres hrynias (por supuesto, sin recibo ni nada que se le parezca) a una señora de pelo violeta pálido más bien taciturna y ésta te hace pasar al otro lado del mostrador de madera y entrar en una sala repleta de estantes y vitrinas con frascos donde se lee: euforbio, cocaína, efedrina, estricnina... La señora se vuelve a su espacio y nos deja solos. Vamos descubriendo que después de esa sala hay otra, y luego otra, y otra, y otra más, ésta con redomas y probetas, la otra con símbolos alquímicos, un búho disecado y un cocodrilo de madera que cuelga del techo... Es como un túnel del tiempo y estamos totalmente solos en él. Nosotros mismos tenemos que tantear la pared para buscar el interruptor de la siguiente sala. Hacemos fotos en sepia, que es lo que pega, y toqueteamos algunas cosas con cierto remordimiento. Al cabo de un rato aparece la bruja del pelo violeta y nos da a entender que quieren cerrar ya.
Vamos a ver una iglesia ortodoxa que queda por allí. Se entra por una puerta lateral a una especie de vestíbulo desde el cual se accede al recinto donde en ese momento se está celebrando el oficio. Nos quedamos observando desde la puerta. En el interior, totalmente dorado y llenito de iconos (nada que ver con las iglesias protestantes), el sacerdote canta no sé qué versículos, la gente le responde y luego él desaparece tras una puerta, vuelve a aparecer por otra, la gente sigue canturreando... Me resulta la mar de curioso. Entre los no demasiado numerosos asistentes predominan las viejitas rechonchas de vestido negro y pañuelo floreado en la cabeza. Tienen ojos opacos, duros y relucientes como piedras incrustados en rostros arrugados como pasas.
Buscando un sitio donde tomar algo damos con la taberna "Korchma na Ruskyj" (Корчма на Руський), sita en la calle Rus'ka (Руська). Mientras esperamos a los polacos de anoche, pedimos unas birras "Persha Pryvatna Brovarnya" (Перша Приватна Броварня), no están nada mal. Para acompañar, "basturma" (mojama de caballo) y calamares secos (parecen virutas de bacalao). Curiosos, estos aperitivos ucranianos. La conversación, entre otras cosas, gira en torno al hecho de que en la fábrica de no sé qué refrescos que hay en Mielce o por ahí tienen dos procesos de fabricación separados según el producto vaya destinado al mercado polaco o al ucraniano. En este último caso, la calidad es peor, pero así pueden venderlo más barato. Me resulta increíble, pero luego me acuerdo de lo que nos contó ayer aquel simpático veterano de guerra. Al cabo de un rato se nos acopla don Stasiek con el pretexto de que quiere ayudarnos y por eso viene a explicarnos que es mejor que para mañana no pidamos un taxi de ninguna compañía, que es mejor que llamemos a un amigo suyo que sólo nos cobrará veinte hryvnias más, o sea, el doble de lo normal, pero que a cambio viene seguro. Teniendo en cuenta que se ha desplazado hasta allí expresamente "para ayudarnos" y que se ha tomado dos cafés, no creo que le salga demasiado rentable el negocio. No conseguimos quitárnoslo de encima. Mientras seguimos con nuestra conversación, él se dedica a repartir sus "tarjetas de visita" artesanales, que no son otra cosa que postales de propaganda (de ésas que se cogen en las tiendas de ropa) con su nombre y dirección escritos a boli por el otro lado. Cuando acaba con nuestro grupo se pone con la mesa de al lado, que también resulta ser de polacos y, encima, también de Mielce. Nunca había oído el nombre de ese sitio y mira tú por dónde parece que en L'viv no hay más que mielzanos. Mientras tanto, Agnieszka y yo vamos calculando cuántas hryvnias nos quedan exactamente para ver si podemos tomarnos una cerveza más y otra ración de basturma. De postre tienen limón con azúcar, dudo de si pedirme algo tan exótico, al final me decido, pero ya han cerrado la cocina. A las once nos echan.
Llueve. Los mielzanos están con ganas de marcha. Agnieszka se encuentra mal y prefiere irse a dormir, pero consigo convencerla. Sin embargo, cuando veo que don Stasiek se ha acoplado definitivamente al grupo y pretende llevarnos a no sé dónde, cambio de opinión. Estamos tentadoramente cerca de casa. Nos vamos a dormir. Para lavarnos los dientes tenemos que utilizar el agua de las ollas de la cocina, ya que de los grifos no sale ni gota.
viernes, 2 de noviembre de 2007
Día 2 - L'viv lluvioso
Amanece lloviznando y así seguirá todo el día. Nos levantamos a las 8 para que nos dé tiempo a ducharnos antes de que corten el agua. Mientras yo desayuno leche con galletas, Agnieszka -a quien semejante desayuno le parece poco serio- baja a comprar pan, mantequilla, queso y embutido ahumado. Eeejjj...
Lo primero es ir a comprar los billetes de vuelta, pues no se podía hacerlo desde Varsovia. Viva la tecnología. No me gusta nada empezar la visita pensando ya en la vuelta, pero habiendo festivos de por medio más vale no arriesgarse. La tipa de "información turística" no habla inglés, así que nos entendemos en polaco. Queremos comprar un mapa, pero no les quedan. Agnieszka tiene una guía que cogió de la biblioteca, viene un mapa muy malo, pero tiramos de él por el momento. Nos adentramos en el casco antiguo. A un lado tenemos una iglesia bastante bonita (creo recordar que Agnieszka dijo que barroca, yo me lo creo), al otro un mercado de flores donde un montón de "bábushkas", viejecitas con pañuelos de colores en la cabeza, venden ramos chillones -rojos, amarillos, violetas- que contrastan con los grises y pasteles circundantes. Al fondo, unos cuantos obreros derriban a mano (bueno, con martillos) un edificio que debió de ser bonito y de cuyo primer piso no quedan más que algunas paredes pintadas de diferentes colores. Mientras Agnieszka hace fotos de los detallitos y acabados de la iglesia yo me meto en la primera tienda de cedés que veo en busca de musiqueo ucraniano. Los discos están a veintipocas hryvnias (alrededor de cuatro euros), así que me compro tres para empezar. Si os apetece investigar, os recomiendo el grupo Тартак (Tartak).
Compramos un mapa de verdad. Damos un paseo hasta llegar al Ринок (Rynok), la plaza mayor de la ciudad vieja. Me recuerda a la de Cracovia o incluso la de Poznań: un rectángulo bordeado por casitas de altura parecida, tres pisos o así, cada una con personalidad propia, diferentes colores, elementos decorativos, escudos nobiliarios, pero capaces de crear un todo armonioso. En el centro, un edificio emblemático, en este caso el ayuntamiento, con una alta torre donde ondea la fea bandera ucraniana, azul y amarilla. Entre todas las casas de la plaza llama la atención una de color negro. La lluvia, la luz otoñal, la desnudez de los árboles, todo invita a fotografiar en sepia, a pesar de que normalmente no me gusta ese color, pero aquí pega perfectamente, refleja ese toque melancólico y anticuado que nos ofrece hoy la ciudad. Antes de seguir la visita entramos en un bar de la plaza a tomarnos alguna droga que nos ayude a vencer la somnolencia natural de un día así. Ella, un café, yo, un té. Pero "ya que estamos", pedimos también algo de comer. Yo, un plato de nombre curioso (me suena a "asado del zar") y pinta aún más curiosa, parece un pan de consistencia blanda emergiendo cual pompa de un cuenco de barro. Resulta ser un cocido a medio camino entre el gulash y la fabada cubierto por una fina capa de pan que deben de haber hecho al horno al mismo tiempo que el resto, porque está adherida a las paredes del cuenquito. Muy bueno.
Seguimos explorando el Rynok. Los portales suelen estar abiertos y merece la pena entrar en ellos. En algunos descubrimos bóvedas centenarias y escaleras de madera; en otros, vidrieras modernistas y graffitis modernitos; en otros, patios desiertos con pijamas tendidos de los balcones y algún que otro gato; en otro, por fin, un par de ventanas muy pintorescas y una cafetería minúscula y muy cuca, "La Botella Azul", donde no paraba de entrar y salir gente, probablemente porque no había sitio, como nos pasó las tres veces que, picados por la curiosidad, quisimos volver. Además de explorar patios y hacer fotos en sepia (la pobre Agnieszka debió de quedar bastante harta de esperarme), me dedico a desarrollar otro de mis pasatiempos favoritos: el desciframiento de inscripciones, con la dificultad añadida del alfabeto cirílico. Aunque, obviamente, no siempre llego a una solución satisfactoria, resulta gratificante ver cómo el conocimiento del polaco permite entender muchas cosas y, a su vez, estas deducciones, favorecidas también por el contexto, me ayudan a aprender mejor el cirílico. Eso es lo que el Marco Europeo de Referencia para las Lenguas denomina "competencia plurilingüe" (perdóneseme el ataque de pedantería, es deformación profesional): la habilidad para comunicarse, aunque no se conozca la lengua X, mediante la transferencia de conocimientos y habilidades adquiridas en otras lenguas.
El turismo todavía no está demasiado desarrollado en L'viv, o por lo menos no hasta el punto de resultar insoportable (como en Praga o, últimamente, en Cracovia). Supongo que ésa es la razón por la que cada vez que nos paramos en una esquina a consultar el mapa o la guía se nos acerca alguien a explicarnos algo espontáneamente. Muchos se nos ofrecen como guías. En algunos casos es evidente que esperan algo a cambio, en otros no parece que sea así. Según la impresión que nos dan, aceptamos su ayuda o no. En una de estas se nos acerca un tipo larguirucho y mal afeitado. Descendiente de polacos, chapurrea esa lengua. Cada vez que abre la boca resultan evidentes dos cosas: una, que tiene dientes de oro; otra, que fuma como un cosaco (es lo que corresponde) y encima tabaco de mala calidad, pues le apesta el aliento a quilómetros. Tanto llaman la atención sus dientes que en este momento ya no estoy seguro de si llevaba gabardina y sombrero, pero si no los llevaba, debería llevarlos. Fue tan habilidoso dándonos conversación que no conseguimos quitárnoslo de encima. Nos hizo de guía por los alrededores del Rynok y, aunque era un poco bastante pesado, reconozco que sin él no habríamos entrado en una iglesia que era mucho más interesante por dentro que por fuera ni habríamos visto la simpática estatua del pintor polaco Nikifor, personaje curioso donde los haya, pero del que no voy a hablar aquí.
Nos acercamos a la zona de la universidad para comer (sí, otra vez) en un sitio que nos han recomendado por separado Dientes de Oro y don Stasiek, así que habrá que hacerles caso: el "Пузата Хата" (Puzata Hata; no me preguntéis lo que significa). Si acaso vais a L'viv, os recomiendo el sitio: es tipo bufé de comida rápida, pero está bastante buena y, sobre todo, puedes ver antes todo lo que hay, que es mucho, para elegir lo que más te apetezca. Y está lleno de gente joven. Lo malo es justamente eso. que está lleno y se tarda un buen rato en la cola, por lo menos a la hora a la que fuimos nosotros. Sea como sea, creo que vale la pena, al menos para la primera vez.
Al salir, desplegamos el mapa e inmediatamente un simpático vejete de jersey de punto, boina y gafas de culo de vaso nos ofrece ayuda. Le preguntamos cómo llegar al cementerio más importante, el Личаківський (Lychakivs'kiy), ya que justamente es el Día de Difuntos y todo estará lleno de velas. Aparte de explicárnoslo, cómo no, el señor nos cuenta su vida: que combatió en la guerra, que estuvo en un campo de prisioneros soviético, que no quiso dejar L'viv, que estudió no sé qué no sé dónde y conoció a no sé quién, que malvive con una pensión de, si mal no recuerdo, trescientas y pico hryvnias (¡no más de sesenta euros!), que los precios no paran de subir y que, encima, en las tiendas ya no se puede comprar nada de buena calidad, que la mantequilla ya no es mantequilla ni la leche, leche. Se despide dándome la mano a mí y besándole la mano a Agnieszka, como un caballero a la antigua usanza.
El cementerio queda en la otra punta de la ciudad, pero decidimos ir andando. Don Stasiek nos ha dicho que, en vez de entrar por la puerta principal, lo hagamos por una lateral para no tener que pagar. Empezamos a rodear el cementerio, pero aquello no se acaba nunca. Anochece. Dentro, efectivamente, titilan las velas. No encontramos la puerta lateral. Yo propongo saltar la tapia, pero a Agnieszka le da miedo. Seguimos caminando un buen rato, cuesta arriba, por una calle empedrada y mal iluminada por donde apenas pasa nadie, hasta que al final llegamos a la maldita puerta. Cerrada. Y la principal, que cierra media hora después, nos queda lejísimos. Decidimos dejar la visita al cementerio para mañana. Una señora muy simpática que se empeña en contarnos cosas en ucraniano, de lo que entendemos la quinta parte, nos acompaña hasta la calle por donde pasan los tranvías y las marshrutkas. Cogemos un tranvía que va al centro. Hay que estar atento, porque el tranviero va diciendo por el micrófono la ruta, que puede variar. Viene la revisora, le pedimos dos billetes, paga Agnieszka, la tipa se los pone en la mano y se los vuelve a quitar, nos cobra uno y se va. No entendemos nada. Seguramente esté haciendo otro chanchullo. No protestamos porque todos salimos ganando. Aunque me habría gustado guardarme el billete de recuerdo.
Nos bajamos en el centro y vamos hacia el Rynok para tomar algo. Por el camino vemos que en medio de la acera hay como cuarenta personas plantadas haciendo cola sin más ni más. Deben de estar esperando el tranvía o el autobús. Pero nunca había visto semejante disciplina. Me fijo en los coches que circulan. Pasan unos cuantos cochazos nuevos, pero predominan los vetustos Lada 1500, que se caen a pedazos, u otros de diseño igual de innovador. Buscadlo en Gúguel Imágenes para haceros una idea.
Llegamos al Rynok, pero, a diferencia de lo que ocurre en Cracovia, Varsovia o cualquier otra ciudad polaca, no hay manera de encontrar un bar, aparte de La Botella Azul, que está petada. Vemos gente más o menos elegante entrando y saliendo de un portal, intentamos entrar, pero a los que van delante de nosotros les dicen que está lleno. El que se lo dice es un tipo enorme y gordinflón con una ametralladora en la mano. Miro el letrero: es la sede de Nuestra Ucrania, el partido de Víktor Yushchenko. Decidimos buscar en otra parte.
Damos vueltas por la zona de la ópera sin conseguir encontrar nada. Ya desesperados, nos planteamos meternos en un antro donde sólo hay hombres (jóvenes rapados con tenis y mayores bigotudos con cazadoras negras de piel) y el aire se podría cortar con un cuchillo. Deliberando estamos cuando aparece un grupo de cinco polacos y dos botellas de licor. Nos caen bien y decidimos irnos con ellos a un sitio que conocen donde, dicen, dan comida ucraniana auténtica y vodka barato. Qué más queremos.
Llegamos al bar en cuestión y, nada más entrar, a pesar de que hay dos mesas con gente comiendo, nos apagan la luz en señal de que se aproxima la hora de cerrar y mejor que nos vayamos a otra parte. Acabamos en una pizzería cutre donde ya no les queda nada que comer más que ensaladillas amarillentas de llevar todo el día en el expositor y pizza con doble ración de grasa. La jefa de las camareras, llevando un paso más allá la moda lviviense, luce unas preciosas botas de imitación de cocodrilo, pero de cocodrilo de raza fucsia, terminadas por un lado en punta y por el otro en tacón de diez centímetros. Cuando Igor, uno de los polacos (probablemente el más borracho) se las alaba, la señora se alegra sinceramente y le invita a una pizza.
Los polacos son casi todos de Mielce, un lugar cuya existencia ignoraba. Majetes. Agata, Dominika, Igor, Piotr y Tomek. Este último resulta ser un fan incondicional de Andrzej Stasiuk, escritor que glosa la autenticidad y la cutrez de lugares justamente como Ucrania, Polonia, Eslovaquia, Rumanía o Albania. Casualmente, el libro que acabo de traducir es suyo y trata de eso. Tomek no puede creérselo y me jura amistad eterna. Más eterna todavía cuando empezamos a hablar de música. Me recomienda un par de grupos ucranianos que ha descubierto gracias a internet. Mañana iré a alguna tienda.
Nos enseñan fotos del "hotel" donde duermen. Pagan diez veces menos que nosotros, pero es que yo no me metería en un sitio así ni aunque fuera gratis. Nos cuentan que en la ducha hay una capa de mugre que ni se ve el propio plato y que el grifo lo abren con un dedo y se duchan todos rígidos para no tocar las paredes. Pues vale, reconozco que don Stasiek nos tima, pero prefiero eso que pasar asco. Por lo menos las monjitas tienen todo como una patena, nunca mejor dicho.
Unas cuantas cervezas más tarde decidimos retirarnos. Nuestros nuevos amigüitos están al lado de su alojamiento y pretenden seguir la fiesta allí con las botellas que les quedan. Nosotros preferimos estar frescos para el día siguiente. A la salida justamente espera un taxi y no podemos resistirnos a la tentación. Agnieszka pregunta cuánto nos cobra por llevarnos a nuestra calle. El tipo: veinte. Estaba yo a punto de sacar a relucir mis habilidades regateadoras adquiridas y perfeccionadas en India, pero ella aceptó el precio y a mí no me apetecía discutir. Por tres euros estábamos en casa.
Lo primero es ir a comprar los billetes de vuelta, pues no se podía hacerlo desde Varsovia. Viva la tecnología. No me gusta nada empezar la visita pensando ya en la vuelta, pero habiendo festivos de por medio más vale no arriesgarse. La tipa de "información turística" no habla inglés, así que nos entendemos en polaco. Queremos comprar un mapa, pero no les quedan. Agnieszka tiene una guía que cogió de la biblioteca, viene un mapa muy malo, pero tiramos de él por el momento. Nos adentramos en el casco antiguo. A un lado tenemos una iglesia bastante bonita (creo recordar que Agnieszka dijo que barroca, yo me lo creo), al otro un mercado de flores donde un montón de "bábushkas", viejecitas con pañuelos de colores en la cabeza, venden ramos chillones -rojos, amarillos, violetas- que contrastan con los grises y pasteles circundantes. Al fondo, unos cuantos obreros derriban a mano (bueno, con martillos) un edificio que debió de ser bonito y de cuyo primer piso no quedan más que algunas paredes pintadas de diferentes colores. Mientras Agnieszka hace fotos de los detallitos y acabados de la iglesia yo me meto en la primera tienda de cedés que veo en busca de musiqueo ucraniano. Los discos están a veintipocas hryvnias (alrededor de cuatro euros), así que me compro tres para empezar. Si os apetece investigar, os recomiendo el grupo Тартак (Tartak).
Compramos un mapa de verdad. Damos un paseo hasta llegar al Ринок (Rynok), la plaza mayor de la ciudad vieja. Me recuerda a la de Cracovia o incluso la de Poznań: un rectángulo bordeado por casitas de altura parecida, tres pisos o así, cada una con personalidad propia, diferentes colores, elementos decorativos, escudos nobiliarios, pero capaces de crear un todo armonioso. En el centro, un edificio emblemático, en este caso el ayuntamiento, con una alta torre donde ondea la fea bandera ucraniana, azul y amarilla. Entre todas las casas de la plaza llama la atención una de color negro. La lluvia, la luz otoñal, la desnudez de los árboles, todo invita a fotografiar en sepia, a pesar de que normalmente no me gusta ese color, pero aquí pega perfectamente, refleja ese toque melancólico y anticuado que nos ofrece hoy la ciudad. Antes de seguir la visita entramos en un bar de la plaza a tomarnos alguna droga que nos ayude a vencer la somnolencia natural de un día así. Ella, un café, yo, un té. Pero "ya que estamos", pedimos también algo de comer. Yo, un plato de nombre curioso (me suena a "asado del zar") y pinta aún más curiosa, parece un pan de consistencia blanda emergiendo cual pompa de un cuenco de barro. Resulta ser un cocido a medio camino entre el gulash y la fabada cubierto por una fina capa de pan que deben de haber hecho al horno al mismo tiempo que el resto, porque está adherida a las paredes del cuenquito. Muy bueno.
Seguimos explorando el Rynok. Los portales suelen estar abiertos y merece la pena entrar en ellos. En algunos descubrimos bóvedas centenarias y escaleras de madera; en otros, vidrieras modernistas y graffitis modernitos; en otros, patios desiertos con pijamas tendidos de los balcones y algún que otro gato; en otro, por fin, un par de ventanas muy pintorescas y una cafetería minúscula y muy cuca, "La Botella Azul", donde no paraba de entrar y salir gente, probablemente porque no había sitio, como nos pasó las tres veces que, picados por la curiosidad, quisimos volver. Además de explorar patios y hacer fotos en sepia (la pobre Agnieszka debió de quedar bastante harta de esperarme), me dedico a desarrollar otro de mis pasatiempos favoritos: el desciframiento de inscripciones, con la dificultad añadida del alfabeto cirílico. Aunque, obviamente, no siempre llego a una solución satisfactoria, resulta gratificante ver cómo el conocimiento del polaco permite entender muchas cosas y, a su vez, estas deducciones, favorecidas también por el contexto, me ayudan a aprender mejor el cirílico. Eso es lo que el Marco Europeo de Referencia para las Lenguas denomina "competencia plurilingüe" (perdóneseme el ataque de pedantería, es deformación profesional): la habilidad para comunicarse, aunque no se conozca la lengua X, mediante la transferencia de conocimientos y habilidades adquiridas en otras lenguas.
El turismo todavía no está demasiado desarrollado en L'viv, o por lo menos no hasta el punto de resultar insoportable (como en Praga o, últimamente, en Cracovia). Supongo que ésa es la razón por la que cada vez que nos paramos en una esquina a consultar el mapa o la guía se nos acerca alguien a explicarnos algo espontáneamente. Muchos se nos ofrecen como guías. En algunos casos es evidente que esperan algo a cambio, en otros no parece que sea así. Según la impresión que nos dan, aceptamos su ayuda o no. En una de estas se nos acerca un tipo larguirucho y mal afeitado. Descendiente de polacos, chapurrea esa lengua. Cada vez que abre la boca resultan evidentes dos cosas: una, que tiene dientes de oro; otra, que fuma como un cosaco (es lo que corresponde) y encima tabaco de mala calidad, pues le apesta el aliento a quilómetros. Tanto llaman la atención sus dientes que en este momento ya no estoy seguro de si llevaba gabardina y sombrero, pero si no los llevaba, debería llevarlos. Fue tan habilidoso dándonos conversación que no conseguimos quitárnoslo de encima. Nos hizo de guía por los alrededores del Rynok y, aunque era un poco bastante pesado, reconozco que sin él no habríamos entrado en una iglesia que era mucho más interesante por dentro que por fuera ni habríamos visto la simpática estatua del pintor polaco Nikifor, personaje curioso donde los haya, pero del que no voy a hablar aquí.
Nos acercamos a la zona de la universidad para comer (sí, otra vez) en un sitio que nos han recomendado por separado Dientes de Oro y don Stasiek, así que habrá que hacerles caso: el "Пузата Хата" (Puzata Hata; no me preguntéis lo que significa). Si acaso vais a L'viv, os recomiendo el sitio: es tipo bufé de comida rápida, pero está bastante buena y, sobre todo, puedes ver antes todo lo que hay, que es mucho, para elegir lo que más te apetezca. Y está lleno de gente joven. Lo malo es justamente eso. que está lleno y se tarda un buen rato en la cola, por lo menos a la hora a la que fuimos nosotros. Sea como sea, creo que vale la pena, al menos para la primera vez.
Al salir, desplegamos el mapa e inmediatamente un simpático vejete de jersey de punto, boina y gafas de culo de vaso nos ofrece ayuda. Le preguntamos cómo llegar al cementerio más importante, el Личаківський (Lychakivs'kiy), ya que justamente es el Día de Difuntos y todo estará lleno de velas. Aparte de explicárnoslo, cómo no, el señor nos cuenta su vida: que combatió en la guerra, que estuvo en un campo de prisioneros soviético, que no quiso dejar L'viv, que estudió no sé qué no sé dónde y conoció a no sé quién, que malvive con una pensión de, si mal no recuerdo, trescientas y pico hryvnias (¡no más de sesenta euros!), que los precios no paran de subir y que, encima, en las tiendas ya no se puede comprar nada de buena calidad, que la mantequilla ya no es mantequilla ni la leche, leche. Se despide dándome la mano a mí y besándole la mano a Agnieszka, como un caballero a la antigua usanza.
El cementerio queda en la otra punta de la ciudad, pero decidimos ir andando. Don Stasiek nos ha dicho que, en vez de entrar por la puerta principal, lo hagamos por una lateral para no tener que pagar. Empezamos a rodear el cementerio, pero aquello no se acaba nunca. Anochece. Dentro, efectivamente, titilan las velas. No encontramos la puerta lateral. Yo propongo saltar la tapia, pero a Agnieszka le da miedo. Seguimos caminando un buen rato, cuesta arriba, por una calle empedrada y mal iluminada por donde apenas pasa nadie, hasta que al final llegamos a la maldita puerta. Cerrada. Y la principal, que cierra media hora después, nos queda lejísimos. Decidimos dejar la visita al cementerio para mañana. Una señora muy simpática que se empeña en contarnos cosas en ucraniano, de lo que entendemos la quinta parte, nos acompaña hasta la calle por donde pasan los tranvías y las marshrutkas. Cogemos un tranvía que va al centro. Hay que estar atento, porque el tranviero va diciendo por el micrófono la ruta, que puede variar. Viene la revisora, le pedimos dos billetes, paga Agnieszka, la tipa se los pone en la mano y se los vuelve a quitar, nos cobra uno y se va. No entendemos nada. Seguramente esté haciendo otro chanchullo. No protestamos porque todos salimos ganando. Aunque me habría gustado guardarme el billete de recuerdo.
Nos bajamos en el centro y vamos hacia el Rynok para tomar algo. Por el camino vemos que en medio de la acera hay como cuarenta personas plantadas haciendo cola sin más ni más. Deben de estar esperando el tranvía o el autobús. Pero nunca había visto semejante disciplina. Me fijo en los coches que circulan. Pasan unos cuantos cochazos nuevos, pero predominan los vetustos Lada 1500, que se caen a pedazos, u otros de diseño igual de innovador. Buscadlo en Gúguel Imágenes para haceros una idea.
Llegamos al Rynok, pero, a diferencia de lo que ocurre en Cracovia, Varsovia o cualquier otra ciudad polaca, no hay manera de encontrar un bar, aparte de La Botella Azul, que está petada. Vemos gente más o menos elegante entrando y saliendo de un portal, intentamos entrar, pero a los que van delante de nosotros les dicen que está lleno. El que se lo dice es un tipo enorme y gordinflón con una ametralladora en la mano. Miro el letrero: es la sede de Nuestra Ucrania, el partido de Víktor Yushchenko. Decidimos buscar en otra parte.
Damos vueltas por la zona de la ópera sin conseguir encontrar nada. Ya desesperados, nos planteamos meternos en un antro donde sólo hay hombres (jóvenes rapados con tenis y mayores bigotudos con cazadoras negras de piel) y el aire se podría cortar con un cuchillo. Deliberando estamos cuando aparece un grupo de cinco polacos y dos botellas de licor. Nos caen bien y decidimos irnos con ellos a un sitio que conocen donde, dicen, dan comida ucraniana auténtica y vodka barato. Qué más queremos.
Llegamos al bar en cuestión y, nada más entrar, a pesar de que hay dos mesas con gente comiendo, nos apagan la luz en señal de que se aproxima la hora de cerrar y mejor que nos vayamos a otra parte. Acabamos en una pizzería cutre donde ya no les queda nada que comer más que ensaladillas amarillentas de llevar todo el día en el expositor y pizza con doble ración de grasa. La jefa de las camareras, llevando un paso más allá la moda lviviense, luce unas preciosas botas de imitación de cocodrilo, pero de cocodrilo de raza fucsia, terminadas por un lado en punta y por el otro en tacón de diez centímetros. Cuando Igor, uno de los polacos (probablemente el más borracho) se las alaba, la señora se alegra sinceramente y le invita a una pizza.
Los polacos son casi todos de Mielce, un lugar cuya existencia ignoraba. Majetes. Agata, Dominika, Igor, Piotr y Tomek. Este último resulta ser un fan incondicional de Andrzej Stasiuk, escritor que glosa la autenticidad y la cutrez de lugares justamente como Ucrania, Polonia, Eslovaquia, Rumanía o Albania. Casualmente, el libro que acabo de traducir es suyo y trata de eso. Tomek no puede creérselo y me jura amistad eterna. Más eterna todavía cuando empezamos a hablar de música. Me recomienda un par de grupos ucranianos que ha descubierto gracias a internet. Mañana iré a alguna tienda.
Nos enseñan fotos del "hotel" donde duermen. Pagan diez veces menos que nosotros, pero es que yo no me metería en un sitio así ni aunque fuera gratis. Nos cuentan que en la ducha hay una capa de mugre que ni se ve el propio plato y que el grifo lo abren con un dedo y se duchan todos rígidos para no tocar las paredes. Pues vale, reconozco que don Stasiek nos tima, pero prefiero eso que pasar asco. Por lo menos las monjitas tienen todo como una patena, nunca mejor dicho.
Unas cuantas cervezas más tarde decidimos retirarnos. Nuestros nuevos amigüitos están al lado de su alojamiento y pretenden seguir la fiesta allí con las botellas que les quedan. Nosotros preferimos estar frescos para el día siguiente. A la salida justamente espera un taxi y no podemos resistirnos a la tentación. Agnieszka pregunta cuánto nos cobra por llevarnos a nuestra calle. El tipo: veinte. Estaba yo a punto de sacar a relucir mis habilidades regateadoras adquiridas y perfeccionadas en India, pero ella aceptó el precio y a mí no me apetecía discutir. Por tres euros estábamos en casa.
jueves, 1 de noviembre de 2007
Día 1- Paulatina introducción a la ucraneidad
Me levanto temprano, con tiempo suficiente para atravesar media Varsovia en bus y llegar a la estación Oeste, teniendo en cuenta la posibilidad de que, al ser un festivo en el que la gente suele ir a ver a la familia, hubiera atascos. Pero no los hay. A las ocho y poco las calles estaban vacías.
En la estación Oeste (Warszawa Zachodnia), mucha menos gente de lo que me había imaginado. En el hall la gente se apiña en torno a los bancos, como si éstos ejercieran no sé qué magnetismo. Todos llevan ropas oscuras y gestos circunspectos. Está empezando el frío y predominan los abrigos largos de paño negro, abundan los guantes, gorros y bufandas. Resulta extraño: tanta gente junta y tanto silencio. Decido que este va a ser un viaje en blanco y negro. Me armo de cámara, ya en busca de imágenes.
He quedado a las nueve con Agnieszka, una amiga de una amiga, estudiante de Historia del Arte y que ya ha estado una vez en L'viv. No sé si es buena idea viajar con alguien que apenas conozco, pero ya se verá. No he conseguido convencer a nadie, muchos de mis amigos se iban a sus respectivas ciudades. Inés y Kuba no tenían con quién dejar el perro. Mientras espero, decido ir al baño preventivamente. Al bajar las escaleras veo a dos tipos de uniforme. Me fijo en el escudo: gendarmería militar. Una asociación lleva a la otra: uniforme - policía - guardia de frontera - pasaporte. ¡El pasaporte! ¡Qué burro que soy! Me monto en el primer taxi que veo. Nervios: el tráfico empieza a hacerse más denso. Logro llegar a mi casa, sacar el pasaporte del cajón de la mesilla y volver a la estación a tiempo. 75 złotys. Lo mismo que cuesta el billete a L'viv.
En el andén me espera ya Agnieszka. Enseguida llega nuestro bus: "Варшава-Львів". Se corresponde exactamente con lo que, cuando yo iba al cole, denominábamos una "pota cacharra". Es posible incluso que date de aquella época y que en aquella época ya lo fuera. Hay varios ucranianos dando vueltas por ahí, parecen atareados, pero para el profano no queda muy clara cuál es la función de cada uno. Uno abre la puerta, otro el maletero (con una llave de mecánico más larga que mi antebrazo), alguno habrá que conduzca. Los pasajeros: en su mayoría ucranianos, deben de ir a pasar unos días a casa aprovechando el puente. Los hombres, con sus gorras anticuadas como de película francesa de los 60 y sus miradas al mismo tiempo atentas y fugaces, tienen pinta de sospechosos. Sus rasgos también tienen algo de anticuados. Algunos -los mayores- llevan bigote a la moda soviética. Los que no parecen boxeadores tienen la nariz recta y de gran presencia. A un lado del bus están de pie dos tipos. Llaman la atención por la discreción de sus movimientos y lo juntos que están. Parecen estar llevando a cabo algún tejemaneje.
Arrancamos. En la primera parada (Warszawa Stadion, para quien sepa lo que quiero decir), todavía en la ciudad, el conductor, un chico joven de pelo pajizo, habla sin bajarse del bus con la controladora, de obligatorio abrigo negro. Habla en polaco, pero con acento ucraniano o ruso, suena bastante divertido, como si fuera un espía mal camuflado. Todo en orden, hay 26 pasajeros. Al despedirse le dice: "felices fiestas". Y ella, entre disgustada y condescendiente: "estas fiestas no son felices". Bueno, en Méjico sí lo son.
Dos giros más allá el bus para un momento en medio de la calle y abre la puerta. Suben siete u ocho tipos con la misma pinta de sospechosos. El conductor les mete prisa: ¡rápido, rápido! Desaparecen al fondo del bus. Parece que el conductor se gana un sobresueldo. Arrancamos otra vez. Luego, sujetando con una mano el volante y con otra el móvil, llama a no sé quién y se pasa como cinco minutos pidiéndole indicaciones sobre cómo salir de Varsovia y coger la carretera adecuada.
En aquella cafetera con ruedas, evidentemente, no hay baño, pero eso no parece preocupar a nadie más que a mí. Al ser el festivo que es, todos los establecimientos están cerrados por ley y no tenemos dónde parar. Varias horas después llegamos a la frontera. Por suerte no hay cola, al parecer el grueso de gente viajó la noche anterior. Pero andan escasos de personal y sólo funciona un carril. Anochece y allí seguimos enjaulados en el bus, no nos dejan bajarnos ni para ir al baño. Los guardias polacos pasan de nosotros, no sé si porque el bus va lleno de ucranianos, y se dedican a revisar otros coches que llegan después. Finalmente se llevan todos nuestros pasaportes y al cabo de un rato nos los traen de vuelta. Avanzamos unos metros y les toca el turno a los ucranianos. Entra en el bus una tipa con uniforme paramilitar, un enorme gorro de piel con orejeras que debía de pesar un quilo y cara de muy pocos amigos. Debe de tener la misma impresión que yo sobre los ucranianos, porque trata a todo el mundo como sospechosos. Al llegar a nuestra altura coge el pasaporte de Agnieszka y luego el mío, la mira a ella y, señalándome con la barbilla, le pregunta: "человік?" (chelovik?). Nos quedamos dudando: en polaco el equivalente de esa palabra significa "ser humano"; en ruso, "hombre"; ¿debo sentirme ofendido? La vecina del asiento de al lado nos aclara que en ucraniano significa "marido". Señora, ¿y a usted qué le importa?
Mientras esperamos a que nos devuelvan los pasaportes bajo a estirar las piernas. Curioso: a este lado de la frontera hay nieve, como si la meteorología se viera limitada por la geografía política. Tras más de dos horas en el paso fronterizo, por fin nos ponemos en marcha, ya en territorio ucraniano. La parada da para mucho y Agnieszka, que es muy sociable, ya ha entablado conversación con la mayoría de los asientos cercanos. Nos enteramos, por ejemplo, de que la chica que viaja atrás a la derecha es ucraniana, pero está casada con un polaco y estudia en Varsovia y su hijo, que no recuerdo cómo se llama, tiene siete años y es muy gracioso, dice que es polaco como su padre y se niega a hablar ucraniano. La señora que viaja en el asiento de nuestra izquierda nos da gustosamente nuestra primera clase de ucraniano. Es mayor, tiene un abrigo negro y el pelo oscuro, pero empalidecido, sonríe todo el tiempo con cierta timidez enseñándonos sus relucientes dientes de oro. También debe de pensar que, puesto que viajamos juntos, debemos de ser pareja, pero al no vernos muy cariñosos el uno con el otro decide explicarnos (en una curiosa mezcla de ucraniano, ruso y polaco) no sé qué teoría sobre "los cinco lenguajes del amor", que por lo visto ha sacado de un libro de un tal Dobson o algo así. Dice que cada persona tiene su "lenguaje del amor" y que éste puede ser: el tacto, el regalo, la cooperación, la palabra agradable u otra cosa que ni ella misma recordaba. Que en cada persona predomina uno y que es importante prestar atención a eso, porque, si no, puede suceder que tú estés todo el tiempo diciéndole cosas bonitas a la otra persona y que ésta, a pesar de ello, se marchite, mientras que si simplemente la tocaras florecería. Me gustó la teoría, me gustó la forma en que nos la contó y, sobre todo, el hecho de que decidiera ayudarnos al darse cuenta (¡perspicaz ella!) de que nuestra "pareja" no funcionaba.
Al otro lado de la frontera, lo primero que vemos es una interminable hilera de casetas y barracas de chapa ondulada. Intentamos descifrar los letreros: cambio de divisas, seguro internacional para el coche, recambios, productos alimenticios, más cambio de divisas, más seguros...
Ya en L'viv nos espera don Stasiek. Don Stasiek es "polaco nacido en Ucrania", esto es, descendiente de esos polacos que aún sienten la ciudad como suya. Es guía turístico y también alquila apartamentos. Lleva un abrigo negro de paño y un peinado de la época de entreguerras. Constantemente se tiene que estar echando hacia atrás un flequillo rebelde. Habla polaco bastante bien, aunque con acento ucraniano. Cogemos una marshrutka (un microbús) que nos lleva al centro. Luego don Stasiek nos conduce hasta un edificio antiguo, probablemente una casa nobiliaria. Calle Pekars'ka (Пекарська), número 11. El portalón, de madera, está abierto. El mosaico de las baldosas de la entrada, tan gastado que en algunos sitios éstas parecen lisas. Huele a orines. El ascensor (que se halla cubierto de ropa o trapos viejos) está dentro de una jaula enorme que ocupa el enorme hueco elíptico de la escalera. No funciona. Lo prefiero, porque no sé qué me habría dado montarme ahí. Debe de ser antiquísimo. Subimos dos pisos. Nos abre la puerta una monja. Flipamos mogollón tirando a mazo. La hermana Anna, pues así se llama, nos explica en perfecto polaco que hasta no hace mucho aquello fue un convento donde vivían cinco monjas, pero que ahora la congregación lo alquila a turistas. Hay varios dormitorios (cerrados con llave, quise explorar), una cocina grande, un retrete y dos baños, uno de los cuales no funciona y apesta a cañerías. Nos enseña nuestra habitación: un cuarto enorme con dos librerías vacías, una figura de la Virgen en una pared, un Cristo braciabierto como el de Río de Janeiro en la otra, un cuadrito con la foto de Ratzinger y un sofá cama. Don Stasiek (¡a buenas horas!) nos pregunta con la mayor delicadeza de la que es capaz si "estamos casados o es una pregunta delicada o en cualquier caso nos importa tener que dormir juntos". Nos miramos y le decimos que en cualquier caso nos da igual. La hermana Anna nos ha llenado la bañera de agua caliente. Resulta que en L'viv hay tantos problemas con el agua que sólo la pueden usar de 6 a 9 de la mañana y de 6 a 9 de la noche. Y ya son casi las 10. Tienen un depósito que se llena a esas horas y así disponen de un remanente para el resto del día, pero sólo de agua fría. Nos explica también que es muy importante que cerremos la llave de paso cada vez que salgamos, no vaya a ser que se desborde el depósito y se inunde la casa, cosa que por lo visto es frecuente en esa ciudad. En el retrete, por si la cisterna no funcionara, hay dos cubos llenos de agua tan ferruginosa (me imagino) que tienen el borde delineado por una costra rojiza. En el baño hay un barreño de agua para lavarse. En la cocina, dos ollas con agua supuestamente potable, filtrada.
Mientras Agnieszka se baña, bajo a la tienda de enfrente a comprar leche y galletas para desayunar. Y agua mineral. Hablo en polaco, me contestan en ucraniano y entre eso y el lenguaje gestual nos entendemos perfectamente. Mola esa sensación, es la primera vez que estoy en Ucrania pero me siento como la primera vez que estuve en Portugal.
Me baño yo también. Antes de acostarme quiero ir al baño, pero al apretar el interruptor da un chispazo y se funden de una vez las bombillas de los dos baños, el retrete y la cocina. Que alguien me lo explique.
Si hoy sueño con las aventuras del día, estoy seguro de que las imágenes serán en blanco y negro.
En la estación Oeste (Warszawa Zachodnia), mucha menos gente de lo que me había imaginado. En el hall la gente se apiña en torno a los bancos, como si éstos ejercieran no sé qué magnetismo. Todos llevan ropas oscuras y gestos circunspectos. Está empezando el frío y predominan los abrigos largos de paño negro, abundan los guantes, gorros y bufandas. Resulta extraño: tanta gente junta y tanto silencio. Decido que este va a ser un viaje en blanco y negro. Me armo de cámara, ya en busca de imágenes.
He quedado a las nueve con Agnieszka, una amiga de una amiga, estudiante de Historia del Arte y que ya ha estado una vez en L'viv. No sé si es buena idea viajar con alguien que apenas conozco, pero ya se verá. No he conseguido convencer a nadie, muchos de mis amigos se iban a sus respectivas ciudades. Inés y Kuba no tenían con quién dejar el perro. Mientras espero, decido ir al baño preventivamente. Al bajar las escaleras veo a dos tipos de uniforme. Me fijo en el escudo: gendarmería militar. Una asociación lleva a la otra: uniforme - policía - guardia de frontera - pasaporte. ¡El pasaporte! ¡Qué burro que soy! Me monto en el primer taxi que veo. Nervios: el tráfico empieza a hacerse más denso. Logro llegar a mi casa, sacar el pasaporte del cajón de la mesilla y volver a la estación a tiempo. 75 złotys. Lo mismo que cuesta el billete a L'viv.
En el andén me espera ya Agnieszka. Enseguida llega nuestro bus: "Варшава-Львів". Se corresponde exactamente con lo que, cuando yo iba al cole, denominábamos una "pota cacharra". Es posible incluso que date de aquella época y que en aquella época ya lo fuera. Hay varios ucranianos dando vueltas por ahí, parecen atareados, pero para el profano no queda muy clara cuál es la función de cada uno. Uno abre la puerta, otro el maletero (con una llave de mecánico más larga que mi antebrazo), alguno habrá que conduzca. Los pasajeros: en su mayoría ucranianos, deben de ir a pasar unos días a casa aprovechando el puente. Los hombres, con sus gorras anticuadas como de película francesa de los 60 y sus miradas al mismo tiempo atentas y fugaces, tienen pinta de sospechosos. Sus rasgos también tienen algo de anticuados. Algunos -los mayores- llevan bigote a la moda soviética. Los que no parecen boxeadores tienen la nariz recta y de gran presencia. A un lado del bus están de pie dos tipos. Llaman la atención por la discreción de sus movimientos y lo juntos que están. Parecen estar llevando a cabo algún tejemaneje.
Arrancamos. En la primera parada (Warszawa Stadion, para quien sepa lo que quiero decir), todavía en la ciudad, el conductor, un chico joven de pelo pajizo, habla sin bajarse del bus con la controladora, de obligatorio abrigo negro. Habla en polaco, pero con acento ucraniano o ruso, suena bastante divertido, como si fuera un espía mal camuflado. Todo en orden, hay 26 pasajeros. Al despedirse le dice: "felices fiestas". Y ella, entre disgustada y condescendiente: "estas fiestas no son felices". Bueno, en Méjico sí lo son.
Dos giros más allá el bus para un momento en medio de la calle y abre la puerta. Suben siete u ocho tipos con la misma pinta de sospechosos. El conductor les mete prisa: ¡rápido, rápido! Desaparecen al fondo del bus. Parece que el conductor se gana un sobresueldo. Arrancamos otra vez. Luego, sujetando con una mano el volante y con otra el móvil, llama a no sé quién y se pasa como cinco minutos pidiéndole indicaciones sobre cómo salir de Varsovia y coger la carretera adecuada.
En aquella cafetera con ruedas, evidentemente, no hay baño, pero eso no parece preocupar a nadie más que a mí. Al ser el festivo que es, todos los establecimientos están cerrados por ley y no tenemos dónde parar. Varias horas después llegamos a la frontera. Por suerte no hay cola, al parecer el grueso de gente viajó la noche anterior. Pero andan escasos de personal y sólo funciona un carril. Anochece y allí seguimos enjaulados en el bus, no nos dejan bajarnos ni para ir al baño. Los guardias polacos pasan de nosotros, no sé si porque el bus va lleno de ucranianos, y se dedican a revisar otros coches que llegan después. Finalmente se llevan todos nuestros pasaportes y al cabo de un rato nos los traen de vuelta. Avanzamos unos metros y les toca el turno a los ucranianos. Entra en el bus una tipa con uniforme paramilitar, un enorme gorro de piel con orejeras que debía de pesar un quilo y cara de muy pocos amigos. Debe de tener la misma impresión que yo sobre los ucranianos, porque trata a todo el mundo como sospechosos. Al llegar a nuestra altura coge el pasaporte de Agnieszka y luego el mío, la mira a ella y, señalándome con la barbilla, le pregunta: "человік?" (chelovik?). Nos quedamos dudando: en polaco el equivalente de esa palabra significa "ser humano"; en ruso, "hombre"; ¿debo sentirme ofendido? La vecina del asiento de al lado nos aclara que en ucraniano significa "marido". Señora, ¿y a usted qué le importa?
Mientras esperamos a que nos devuelvan los pasaportes bajo a estirar las piernas. Curioso: a este lado de la frontera hay nieve, como si la meteorología se viera limitada por la geografía política. Tras más de dos horas en el paso fronterizo, por fin nos ponemos en marcha, ya en territorio ucraniano. La parada da para mucho y Agnieszka, que es muy sociable, ya ha entablado conversación con la mayoría de los asientos cercanos. Nos enteramos, por ejemplo, de que la chica que viaja atrás a la derecha es ucraniana, pero está casada con un polaco y estudia en Varsovia y su hijo, que no recuerdo cómo se llama, tiene siete años y es muy gracioso, dice que es polaco como su padre y se niega a hablar ucraniano. La señora que viaja en el asiento de nuestra izquierda nos da gustosamente nuestra primera clase de ucraniano. Es mayor, tiene un abrigo negro y el pelo oscuro, pero empalidecido, sonríe todo el tiempo con cierta timidez enseñándonos sus relucientes dientes de oro. También debe de pensar que, puesto que viajamos juntos, debemos de ser pareja, pero al no vernos muy cariñosos el uno con el otro decide explicarnos (en una curiosa mezcla de ucraniano, ruso y polaco) no sé qué teoría sobre "los cinco lenguajes del amor", que por lo visto ha sacado de un libro de un tal Dobson o algo así. Dice que cada persona tiene su "lenguaje del amor" y que éste puede ser: el tacto, el regalo, la cooperación, la palabra agradable u otra cosa que ni ella misma recordaba. Que en cada persona predomina uno y que es importante prestar atención a eso, porque, si no, puede suceder que tú estés todo el tiempo diciéndole cosas bonitas a la otra persona y que ésta, a pesar de ello, se marchite, mientras que si simplemente la tocaras florecería. Me gustó la teoría, me gustó la forma en que nos la contó y, sobre todo, el hecho de que decidiera ayudarnos al darse cuenta (¡perspicaz ella!) de que nuestra "pareja" no funcionaba.
Al otro lado de la frontera, lo primero que vemos es una interminable hilera de casetas y barracas de chapa ondulada. Intentamos descifrar los letreros: cambio de divisas, seguro internacional para el coche, recambios, productos alimenticios, más cambio de divisas, más seguros...
Ya en L'viv nos espera don Stasiek. Don Stasiek es "polaco nacido en Ucrania", esto es, descendiente de esos polacos que aún sienten la ciudad como suya. Es guía turístico y también alquila apartamentos. Lleva un abrigo negro de paño y un peinado de la época de entreguerras. Constantemente se tiene que estar echando hacia atrás un flequillo rebelde. Habla polaco bastante bien, aunque con acento ucraniano. Cogemos una marshrutka (un microbús) que nos lleva al centro. Luego don Stasiek nos conduce hasta un edificio antiguo, probablemente una casa nobiliaria. Calle Pekars'ka (Пекарська), número 11. El portalón, de madera, está abierto. El mosaico de las baldosas de la entrada, tan gastado que en algunos sitios éstas parecen lisas. Huele a orines. El ascensor (que se halla cubierto de ropa o trapos viejos) está dentro de una jaula enorme que ocupa el enorme hueco elíptico de la escalera. No funciona. Lo prefiero, porque no sé qué me habría dado montarme ahí. Debe de ser antiquísimo. Subimos dos pisos. Nos abre la puerta una monja. Flipamos mogollón tirando a mazo. La hermana Anna, pues así se llama, nos explica en perfecto polaco que hasta no hace mucho aquello fue un convento donde vivían cinco monjas, pero que ahora la congregación lo alquila a turistas. Hay varios dormitorios (cerrados con llave, quise explorar), una cocina grande, un retrete y dos baños, uno de los cuales no funciona y apesta a cañerías. Nos enseña nuestra habitación: un cuarto enorme con dos librerías vacías, una figura de la Virgen en una pared, un Cristo braciabierto como el de Río de Janeiro en la otra, un cuadrito con la foto de Ratzinger y un sofá cama. Don Stasiek (¡a buenas horas!) nos pregunta con la mayor delicadeza de la que es capaz si "estamos casados o es una pregunta delicada o en cualquier caso nos importa tener que dormir juntos". Nos miramos y le decimos que en cualquier caso nos da igual. La hermana Anna nos ha llenado la bañera de agua caliente. Resulta que en L'viv hay tantos problemas con el agua que sólo la pueden usar de 6 a 9 de la mañana y de 6 a 9 de la noche. Y ya son casi las 10. Tienen un depósito que se llena a esas horas y así disponen de un remanente para el resto del día, pero sólo de agua fría. Nos explica también que es muy importante que cerremos la llave de paso cada vez que salgamos, no vaya a ser que se desborde el depósito y se inunde la casa, cosa que por lo visto es frecuente en esa ciudad. En el retrete, por si la cisterna no funcionara, hay dos cubos llenos de agua tan ferruginosa (me imagino) que tienen el borde delineado por una costra rojiza. En el baño hay un barreño de agua para lavarse. En la cocina, dos ollas con agua supuestamente potable, filtrada.
Mientras Agnieszka se baña, bajo a la tienda de enfrente a comprar leche y galletas para desayunar. Y agua mineral. Hablo en polaco, me contestan en ucraniano y entre eso y el lenguaje gestual nos entendemos perfectamente. Mola esa sensación, es la primera vez que estoy en Ucrania pero me siento como la primera vez que estuve en Portugal.
Me baño yo también. Antes de acostarme quiero ir al baño, pero al apretar el interruptor da un chispazo y se funden de una vez las bombillas de los dos baños, el retrete y la cocina. Que alguien me lo explique.
Si hoy sueño con las aventuras del día, estoy seguro de que las imágenes serán en blanco y negro.
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